Hace justo 100 años, en 1924, se estrenó en Nueva York El caballo de hierro (The Iron Horse) del maestro John Ford (1894-1973), en la que se nos cuenta la historia de la construcción del ferrocarril que iba a enlazar las líneas de la Union Pacific y la Central Pacific para unir el este y el oeste de Estados Unidos.
Hay cierta unanimidad en que El caballo de hierro es la primera obra estimable de John Ford, el primer film verdaderamente relevante de su carrera y posiblemente el más recordado de los que rodó en su etapa muda. Contando con bastantes medios y con el apoyo de la Fox, el director acomete un duro rodaje (casi todo en espacios naturales y dificultado por las constantes nevadas) sobre un argumento que aúna western y relato histórico con algunas dosis de melodrama.
Una historia épica entrelazada con una trama personal, que se inicia con los protagonistas cuando eran niños y que prosigue en su reencuentro en medio de esa obra titánica y peligrosa, que supuso la construcción de un ferrocarril de costa a costa auspiciada por el simbólico aliento de fondo del presidente Lincoln, que se nos presenta breve pero de forma significativa en la película, primero como joven abogado, luego como presidente y finalmente como mito eterno de la nación.
La crítica especializada ha puesto en entredicho en los últimos tiempos un tanto la calidad y trascendencia de la película, pero yo discrepo. En mi opinión El caballo de hierro es un film entretenido, con muy buen ritmo, interesante, que ha resistido bien el paso del tiempo (eso sí, dentro del contexto de una mirada actual hacia el cine mudo) y en el que percibimos ya muchos de los elementos de lo que sería el mejor John Ford en décadas posteriores.
Alrededor de la épica crónica histórica, que fue el desafío de comunicar en tren a un país, Ford también nos narra una crónica teñida por la ambición, la venganza y el amor, que arropan adecuadamente la historia principal y que alterna momentos de íntima emoción con secuencias de gran espectacularidad.
Pero hay también un afán por parte de Ford por representar esta gesta como la culminación de la unión entre estadounidenses, que toma por faro el mensaje del presidente Lincoln, en el que se supera definitivamente la Guerra Civil, y donde además se señala a los extranjeros, los inmigrantes, como partícipes de lo que se nos presenta como la construcción de un país. Frente a esto, como contrapunto, los intereses económicos y especulativos de algunos, y la oposición (algo difuminada) de los indios, elementos necesarios para las secuencias de la película.
Para todo ello, Ford se sustenta en lo íntimo y costumbrista, pasando por el western puro, para culminar en un gran retrato histórico lleno de épica y grandiosidad. Así, junto a grandes secuencias en las que vemos levantarse ciudades, estampidas de búfalos, trasiego de ganado y peleas a muerte con los indios, hay un núcleo que lo enlaza todo, la historia de amor entre los dos protagonistas (interpretados, eso sí, sin demasiado carisma por George O’Brien y Madge Bellamy), donde se cruzan también ambiciones egoístas y venganza, aunque todo aderezado por un elemento tan característico en el cine de Ford, el de esos secundarios que añaden el contrapunto cómico, entrañable y lleno de camaradería, complementando el retrato social de esa época.
Además, la película glosa un pasado relativamente reciente, lo que hizo necesario elevar el compromiso de fidelidad sobre unos hechos que habían ocurrido hacía poco más de cincuenta años. De hecho, según reseñó en su estreno algún periódico de la época, el film fue capaz de emocionar a gran número de espectadores, que sentían una implicación personal con lo contado ya que los padres de muchos espectadores habían participado en este hecho histórico.
En resumen, una muy buena película, sólida, espectacular y ambiciosa, históricamente relevante desde el punto de vista cinematográfico, por ser una de las películas de mayor éxito de la época en Hollywood pero, sobre todo, por ser la primera de muchas grandes películas del gran maestro John Ford.
Imprescindible.