El mar como esencia, como causa y consecuencia, como origen y fin; una manera de percibir la vida a través de una mirada distinta, que capta y comprende la realidad desde unos códigos que se sobreponen a cualquier circunstancia, dotando de un pundonor y una integridad inexpugnables a esa inusual forma de vida. Es, de hecho, ese «Estamos en el mar» que Salvatore ofrecerá como respuesta a su segundo de a bordo cuando este, en un intento por salvar una complicada situación, afirme que están en guerra, lo que mejor condensa una visión tan particular como romántica, que no posee dobleces y que, sobre todo, se pliega ante la propia bravura y fiereza que las olas dotan a ese escenario, como si tal pureza pudiese ser asimilada y trasladada a un mundo empujado por el individualismo.
Edoardo De Angelis, que adapta su propia novela Comandante, firmada junto al escritor Sandro Veronesi, recoge esa lírica en un film repleto de aristas orientadas desde esa configuración narrativa que se apoya en constantes fragmentos de voz en ‹off›, generando un vaivén que adereza su tono pero sirve a la par para ir otorgando forma a los fascinantes vericuetos de un relato que se aleja, en cierto modo, de su concepción histórica; y es que si bien El buen italiano admite en la manera de administrar la información (con fechas y lugares) y fijar un contexto la procedencia de su crónica —siendo sus intertítulos finales la confirmación definitiva—, el cineasta italiano va más allá de la mera reconstrucción de unos hechos que casi se podría decir que sirven como pretexto. Porque sí, puede que en la obra del autor de Perez. haya una dedicación minuciosa por recrear al detalle la epopeya del comandante Salvatore y su tripulación, creando atmósferas que alimentan la crónica central y puliendo en el apartado técnico todo aquello que confiere una verdad a lo narrado, pero lo cierto es que ante todo nos encontramos con una propuesta cuya vocación recorre los lindes de un cine poco común, que incluso llega a bordear el onirismo en algunos de sus pasajes, y hasta forja estampas de una belleza y una extrañeza fuera de lugar, no por alejarse de dicha realidad, sino por una concepción que las torna casi irreales. Es en ellas donde De Angelis recoge un carácter, el del mismo mar, que se antoja indispensable para transitar este tan delicado como cruento universo que, sin embargo, se redefine a través de los ojos de su protagonista, percibiendo una naturaleza mucho mayor.
Puede que de ella se estriben ciertas imperfecciones, incluso intermitencias que atenúan su fuerza, y pese a ello sigue siendo digna de admirar esa fascinación que el cineasta vierte sobre un relato que podría caer fácilmente en la impostura, pero que encuentra en la medida con que De Angelis idea cada pasaje y cada diálogo razones más que valerosas para posibilitar una inmersión total. A ello contribuye el retrato de un personaje perseverante, que ya manifiesta durante los primeros compases de El buen italiano una liturgia que esconde mucho más de lo que parece, y encuentra en el rostro de Pierfrancesco Favino su complemento idóneo: de la firmeza y temple del intérprete romano se desliza algo más que la forma de componer el carácter de ese comandante, haciendo converger asimismo la quietud y tono de una obra que siempre encuentra el equilibrio perfecto y el tempo adecuado desde el que desarrollar la historia.
El buen italiano emerge como un inaudito poema que capta con vigor las entrañas de algo más que un mundo, también un modo de vivir, de penetrar en un espacio extraño sabiendo comprender sus particularidades y ofreciendo de forma consecuente una respuesta recogida en cada gesto y cada decisión, armando una poderosa mirada que se aleja de terrenos ya conocidos para ahondar en un humanismo quizá más necesario que nunca en los tiempos que corren, pues pocas veces la camaradería ha encontrado un reflejo tan vivaz como penetrante.
Larga vida a la nueva carne.