El baño del diablo (Severin Fiala, Veronika Franz)

El cine de Ari Aster y/o Robert Eggers puede gustar más o menos. Parece una obviedad pero normalmente en cuanto a debate cinéfilo se tiende, por desgracia, a los absolutos de manera un tanto gratuita. Hecha esta aclaración, donde parece que sí hay un consenso amplio es en el hecho de su importancia en cuanto a redefinir el terror, explorando otros territorios genéricos y vinculándolos al horror o bien de forma lateral o bien en un ‹in crescendo› que difumina sus fronteras. El problema, por desgracia, es la etiqueta que se le puso a ello. Si bien es cierto que no siempre el nombre hace la cosa, sí facilita el referirse a algo de difícil catalogación. El problema viene cuando esa marca, en este caso “terror elevado” parecía llevar detrás una especie de significado peyorativo con el resto del género, como si este terror fuera intelectualmente más profundo en temáticas, más serio, más maduro que el terror convencional.

Una situación que por suerte se ha superado tanto por la demostración palpable de que el terror siempre ha sido el género perfecto para los subtextos subversivos como por la idea de que, en realidad, siempre han existido, más allá de Eggers y Aster, producciones cuya temática y reflejo de un contexto histórico y social ya eran más que terroríficas sin abundar en lo estrictamente sobrenatural.

Este podría ser el caso de El baño del diablo, una película ambientada en la Austria rural del siglo XVIII y que mediante un retrato de la cotidianidad se convierte en una experiencia inmersiva en la pesadilla de la feminidad en dicho momento y lugar. Y es que a pesar de la multiplicidad de subtextos a explorar, de los que daremos cuenta a continuación, el film nunca se maneja en el subrayado o en el ‹miting› descarado a través de una óptica del siglo XXI. Al contrario, esta es una película donde sus directores, Severin Fiala y Veronika Franz, (re)construyen ese lugar a través de la atmósfera y dejan prácticamente que las palabras y actos hablen por sí mismos.

De esta manera, no es necesario un continuo señalamiento de lo que se quiere decir sino que, de manera lenta y madurativa, entramos en el descenso a la locura de Agnes, la protagonista, que ve como su mundo de seguridades femeninas se desmorona ante la incomprensión primero y el rechazo después de todos los que la rodean, especialmente de su familia tanto política como sanguínea.

En El baño del diablo asistimos a como la represión del deseo acaba por destruirlo todo. Por un marido que debe ocultar su homosexualidad, frustrando la carnalidad de Agnes y de paso la imposibilidad de tener descendencia. Algo que recae obviamente en ella. Con esta base entramos en territorios de fanatismo religioso, de supersticiones y de dedos acusadores, donde lo aterrador es cómo la estabilidad social se convierte sin esfuerzo en turba salvaje, en monigotes desfigurados que sacan a relucir su bestialismo un poco a la manera de Fritz Lang en Furia. Lo sobrenatural pues se representa de forma lateral, dejando a la interpretación del espectador qué es real, qué es producto de la presión o qué  es sencillamente malinterpretado.

Lo importante no es sentarse a ver una película de terror, sino el hecho de sentirlo, casi de palparlo a través de su atmósfera malsana y opresiva. Una película, pues, que transmite todo el miedo de su protagonista a través de la pausa, de lo no evidente. Un ejercicio de ‹slow horror› que es tenso, sensorial, reivindicativo y, sobre todo, efectivo.

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