A lo largo de cinco décadas, el padre de la serie Z española más internacionalizada ha acumulado una profusa y superlativamente excelsa filmografía que, no obstante, reafirma su celebridad al asumirse como una obra perdida en las estanterías de los videoclubs más cochambrosos, salas de montaje o rollos de película mutilados o extraviados.
Jess Franco, el tito Jess, ha subsistido durante más de cincuenta años ofreciendo un cine que ha generado, época tras época, toda una horda de ‹fanfreaks› que han convertido a su imagen mediática en un objeto de culto lleno de matices nostálgicos y de gamberrismo en altas dosis visuales, tanto de forma indeliberada como delimitando los aspectos más sediciosos y artificiales de sus, casi siempre, débiles fondos argumentales.
Desdibujado por el más que evidente y razonable prejuicio a la serie Z, síntoma y relieve de vulgaridad y marginalidad, el “arte” de Jess Franco ha reivindicado con el paso del tiempo una extensión de su propia pretensión y lucha como creador: dejar hacer con total libertad lo que a uno le dé la gana si con ello se siente orgulloso. La multiplicidad de sobrenombres con los que firmaba en una ingente cantidad de películas año tras año, la extravagancia de sus propuestas y de su personalidad o su expedición europea sin un asentamiento duradero podría dar fe de su estrambótica cruzada contra los estudios cinematográficos, el concepto de industria y, en definitiva, todo aquello que supusiera un sometimiento a modo de acogotamiento burocrático de productores y aburguesados, a los cuales siempre acusó de desvirtuar el cine por no tener ni idea sobre el mismo.
Entre carátulas llamativas, presupuestos ínfimos y puestas en escena que harían ruborizarse a Freud y el Marqués de Sade se movía este héroe especializado en fantasía mugrienta, un tipo quijotesco y eminente dinamitador del arte cinematográfico más refinado. Escritor, productor y director de películas beneficiosas no tanto para el cine como para sí mismo, Jess Franco ha aglutinado durante su trayectoria una amplia gama de géneros (que cruzan desde el drama hasta el terror pasando por la comedia gamberra, el ‹horror sexplotation› y el porno duro) y se ha labrado insignes y duraderas amistades con personalidades icónicas del séptimo arte tan relevantes como Christopher Lee (con quién trabajó en varias películas) y Orson Welles (ayudante de dirección en Campanadas a medianoche).
Uno de sus films franceses de erotismo vampírico, El ataque de las vampiras, se ha convertido por méritos propios en uno de sus títulos indiscutiblemente insignes. Una oda de inagotable descubrimiento de nuevas perspectivas analíticas que conforman la globalidad del cine fantástico y de terror, evocación de los clásicos B de los 50. Descubridor de un inusual y afilado voyerismo patológico, sus películas presentaban todo un catálogo de depravaciones sexuales, sadomasoquismo y diversos placeres irracionales que lo convirtieron en un director maldito, perseguido y marcado por el propio Vaticano, que lo tildó consecuentemente como el «director más peligroso del mundo».
Defensor del reutilizamiento y el reciclaje fílmico de su propia obra como limitación artística pero también como bufonada autoconsciente, El ataque de las vampiras es un pretendido mal ejemplo de arte insondable y reflexivo, una vuelta de tuerca libertaria y sin restricciones que dignifica la pretensión revolucionaria de sus escasos esquemas narrativos, donde predominan los lugares comunes y la esplendidez simplista.
Escoge, en este caso, los códigos vampíricos para aplicar sobre ellos todo un ejercicio de desmitificación y renovación, rechazando la utilización de numerosos elementos estéticos y atmosféricos que reafirman su condición hematófaga y desnudando su película (y a sus actrices) de imposturas y abalorios de cara a la galería, reconstruyendo desde el hueso del género sus personalísimos rasgos de estilo malsanos y enfermizos.
La mayor virtud de esta película, y del cine de Franco en su conjunto, es la intensidad creativa que infiltra su providencia, la pasión cinéfaga y el desvergonzado divertimento retro basado en unos recursos tendentes a la ironía y la humildad. Cinta en la que un guión exiguo e irrisorio era camuflado por su particular carrusel de jóvenes desnudas, desparpajo e irreverencia artística de lodazal.
Un cine, en definitiva, dinámico y pretendidamente rebelde, instigador del desorden más absoluto, generador de una dualidad de extrañeza y discontinuidad que dan como consecuencia enloquecidas paradojas visuales como cine ‹trash› pero amparadas en los objetivos fundamentales de cada género, el cual descontextualizaba dentro de los submundos eróticos, terroríficos y sangrientos que marcaban las pautas de su febril imaginación.
Resulta, como es evidente, caprichoso y arbitrario seleccionar como especial o más relevante dentro de su filmografía una sola de entre todas sus películas (es difícil contabilizar con exactitud, aunque se tiene seguridad de que supera las 200), pero sin duda El ataque de las vampiras se revela, junto con Vampyros Lesbos, como una de las grandes aportaciones personales de Jess Franco al cine vampírico de serie Z.