El aspirante (Juan Gautier)

Mostrar no es reflexionar

Las novatadas que se producen en los entornos académicos son la punta del iceberg de un sistema de abusos de carácter estructural que se sostiene, en gran medida, sobre una estratificación en clases organizada en torno a un capital simbólico que, a su vez, suele estar condicionado por el capital económico, el social y el cultural. Los colegios y las universidades son, por tanto, ecosistemas cerrados en los que se reproducen las mismas dinámicas de dominación que se dan en el mundo adulto; y, por ello, esos ritos de iniciación que consisten en humillar a los recién llegados, en someterlos con prácticas eminente y evidentemente totalitarias para que asuman y asimilen las estructuras de poder imperantes, no son sino el síntoma más extremo y repugnante de una sociedad desigual e injusta que proyecta todos sus defectos en unos centros de educación que, en teoría, tienen como finalidad erradicarlos.

Los espectadores que se acerquen a El aspirante, el nuevo largometraje de Juan Gautier, lo harán pensado que la cinta tiene como objetivo principal denunciar dichas novatadas, no sin antes haber ahondado en sus mecanismos para entender cómo es posible que en pleno siglo XXI se sigan perpetuando unas tradiciones tan atávicas. Y, en efecto, la película pretende alzar la voz contra dichas prácticas arcaicas, aunque, y este es su principal problema, a consecuencia de las formas estéticas por las que se decanta para realizar su crítica, termina resultando tan reaccionaria como las agresiones que retrata. Es El aspirante una obra tan plana como desnortada, en tanto que su acercamiento a la pirámide social de un colegio mayor en el que los alumnos con más experiencia cometen innumerables delitos carece, al igual que sus protagonistas, de cualquier tipo de profundidad: el director se limita a llenar la hora y media de metraje con una concatenación de agresiones físicas, verbales y psicológicas, a cada cual más dura y desagradable, sin efectuar, en ningún momento, un mínimo gesto que indique que su mirada es la de un exégeta y no la de un comulgante. La violencia de la puesta en escena rima con la violencia que tiene lugar dentro de cada imagen, y, de hecho, los puntos de vista de las víctimas y los verdugos se intercambian en más de una ocasión; no porque Gautier pretenda indagar en el horror desde ambos puntos de vista para entender, además del sufrimiento de los novatos, tanto los motivos por los que un grupo de chavales, los veteranos, terminan sintiendo placer al vejar a sus compañeros como los engranajes de la ideología que subyace bajo dicho placer, sino porque el caos y la intención de imprimirle un ritmo veloz a cada escena termina haciendo que la línea de la moral se diluya por completo.

No es esta, por tanto, una película que busque explicar —que no justificar— el mal mirando, siempre con cierta distancia, a través de los ojos de aquellos que lo llevan a cabo, sino una que, por motivos que a este crítico se le escapan, termina golpeando al espectador con una agresividad similar a la que retrata. Ya en su primera secuencia, donde se ve a unos novatos semidesnudos arrodillados en un campo de fútbol mientras un veterano les apunta con un rifle —de balines, se intuye—, los primeros planos de los jóvenes y los del hombre armado se suceden como si detrás de ese intercambio de imágenes no hubiese un profundo vacío ético: en ese alineamiento de los rostros de quienes sufren con el de quien imparte el sufrimiento se empieza a hundir una propuesta que, precisamente, blanquea aquello que quiere denunciar. La cinta avanza carente de tensión pese a su pretensión de ser thriller —resulta imposible construir algo de suspense cuando cada plano dura, de media, dos segundos, y cada secuencia está rodada desde siete angulaciones diferentes cuando, por el bien de la narración, se podían haber limitado a dos o tres— hasta llegar a una secuencia en la que uno de los protagonistas está a punto de violar a una chica mientras sus compañeros lo graban con el móvil. Ahí, Gautier obliga al espectador a observar a través de la cámara del móvil; es decir, a través de la mirada de los agresores. El aspirante, en consecuencia, es una obra que, lejos de denunciar la cultura de la violación, se hace partícipe de ella: el desfile de actitudes misóginas, homófobas, racistas y clasistas está filmado con un regodeo y, por momentos, una estilización que asfixian los leves atisbos de denuncia que hace el director. Mostrar una serie de actos casi inenarrables no es sinónimo de reflexionar sobre ellos, y lo que aquí se hace no es otra cosa que retratar decenas de humillaciones y agresiones a través de una puesta en escena videoclipera que, lejos de indagar en las estructuras que permiten su supervivencia, en los motivos por los que suceden o en el dolor que causan, cercena cualquier atisbo de discurso crítico.

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