Un asesino de identidad desconocida oculto tras una máscara o un disfraz, un grupo de jóvenes despreocupados, algunos desnudos, armas blancas y una sucesión de asesinatos a cada cual más sanguinolento y cafre. Efectivamente, estos son los ingredientes básicos que todo buen ‹slasher› que se precie debe tener entre las páginas de su guión; y El asesino de Rosemary —The Prowler— cumple a rajatabla los cánones de este subgénero, tan delicioso como infravalorado.
Una carta en la que la Rosemary que da nombre al título de la cinta abandona a un militar que aún no ha regresado del frente durante la Segunda Guerra Mundial sirve como punto de partida y única explicación a las motivaciones del asesino que aterrorizará a nuestro grupo de jóvenes. Esto es toda una declaración de intenciones por parte de el director Joseph Zito, quien pone las cartas sobre la mesa al ofrecer un producto en el que lo que importa no es el “por qué” sino el “cómo”.
Y es que si nos paramos a pensar, entre las virtudes de El asesino de Rosemary no encontraremos grandes atisbos de originalidad, ni puntos de ruptura con los patrones establecidos y terriblemente manidos del ‹slasher› —que a día de hoy continúan repitiéndose constantemente—. Es más, todos los elementos que conforman el guión de la cinta son una repetición de lo que el género había ofrecido hasta la fecha, haciendo resultar previsible el conjunto y mutilando cualquier atisbo de sorpresa que pudiese ofrecer la película en algún momento. Pero aún así, The Prowler guarda ases en la manga que hacen de ella una obra que merece la pena.
Uno de ellos es la atmósfera que el director, junto al equipo de montaje, consiguen generar. Si por algo destaca formalmente El asesino de Rosemary es por su capacidad de dilatar hasta el extremo los momentos de tensión, de volver interminables esos juegos del gato y el ratón entre el asesino y su víctima, consiguiendo sumir al espectador en el estado de desasosiego de los personajes mientras recorren las estancias en las que son acechados.
Por otra parte, y como estrella de la función —como no podría ser de otro modo— están los asesinatos. Todo ‹slasher› ochentero que se precie dejará ligeramente —o no— de lado los aspectos dramáticos de la trama para centrarse en ofrecer un espectáculo de muerte, vísceras y violencia; y en The Prowler, este circo de los horrores funciona a las mil maravillas.
Tom Savini —que venía de dar rienda suelta a su mala baba en Viernes 13 y Maniac entre otras— se sitúa a la cabeza del equipo de efectos especiales para ofrecernos una sucesión de muertes que, pese a no ser muy numerosas, resultan lo suficientemente creativas, desagradables y vistosas como para dejar más que satisfecho al ávido consumidor de este tipo de productos, cansado de ver una y otra vez repetido el mismo esquema a la hora de ejecutar un asesinato.
Como intuiréis en mis líneas, The Prowler no es una gran película en términos generales: es previsible, tiene grandes carencias en cuanto a guión y coherencia, sus giros no sorprenden… Pero, por alguna extraña razón, cuando la situamos dentro de su contexto —esos finales de los setenta/principios de los ochenta repletos de ‹psychokillers› y asesinatos desmedidos—, consigue abrirse un hueco entre los corazones de los amantes de este tipo de productos.
Puede que simplemente sea una cuestión de nostalgia. O puede que El asesino de Rosemary tenga un encanto natural, de ese que te saca una sonrisa cuando ves al psicópata ataviado con su casposo uniforme de la Segunda Guerra Mundial, de ese que hace que te brillen los ojos sacando tu lado más sádico cuando eres consciente de que la chica desnuda en la ducha va a ser la próxima víctima, de ese que te hace recordar que, a veces, en los productos más mundanos se encuentran los mayores placeres.
Un ‹slasher› a reivindicar, cuyo título debería ser recordado a la altura de otros grandes como Viernes 13, y una gran excusa para pasar una buena noche de Halloween delante de una pantalla.