A pesar de sus múltiples diferencias, no puedo evitar que en ciertos momentos El arte de volver me haga regresar, valga la paradoja, al cine de Jonás Trueba. Son precisamente esas diferencias las que actúan como espejo, reflejando como reencuentros, diálogos desencantados, crisis existenciales y transiciones al futuro vital pueden ser mostradas a través de una aproximación cálida y al mismo tiempo con una exacerbación sentimental que se aleja de los modismos entre intelectualoides y artificiales del cine “jonasiano”.
Y es que uno de los puntos fuertes del film de Pedro Collantes es saber encontrar la veracidad en una historia cuya idea central repetitiva (en sus diferentes actos) se aleja del posible desvío hacia el ensimismamiento para fortalecerse como seña de identidad de la deriva vital de una protagonista, brillante y sensible Macarena García, dibujada de una manera tan sencilla en la apariencia como compleja en sus múltiples contradicciones interiores.
Si bien podríamos hablar de un film sobre tránsitos dialogados, sobre experiencias y desengaños, sobre mentiras que expresan verdades con la palabra como arma. Y aunque la estructura nos lleve a pensar en ello, no es menos cierto que la principal baza del film son sus transiciones silenciosas, el objeto de estudio que Collantes hace de los rostros pensativos, dolidos o forzadamente sonrientes de sus personajes. Son esos precisos momentos en los que el film consigue la pausa necesaria, como hiatos expresivos que revelan una tormenta emocional que no por ser menos esperada resulta menos dura.
Cierto es que El arte de volver está plagado de lugares comunes, de clichés reconocibles y de una previsibilidad argumental palmaria. Sin embargo todo ello es usado con una precisión y un mimo que convierte todos estos defectos (por así llamarlos) en una parábola afectuosa y seductora. Una experiencia inmersiva que se puede contemplar tanto desde una lejanía emocional como desde una identificación absoluta, pero siempre lejos de la mirada condescendiente de un paternalismo vital aleccionador o del abismo del melodrama desbocado.
Por ello El arte de volver no lo juega todo a una interpretación brillante o a buscar recovecos formales de impacto sino que su encanto se basa en su apuesta por una terrenalidad sincera en lo temático y a una practicidad formal donde lo bello es lo natural, lo transicionario, lo elíptico en sus micro-saltos temporales y lo detallado en sus paseos por el diálogo emocional. Haciendo que cada elemento se sienta como oportunamente emplazado dónde le corresponde en el espacio y en el tiempo.
Así pues, el debut en un largo de Pedro Collantes no puede ser más prometedor, ofreciendo un film que responde a cada una de las intencionalidades de su director y sabiendo transmitir una sensación de control absoluto de la obra sin caer en la tentación de la hipérbole en lo emotivo ni en la frialdad excesiva de quién no quiere arriesgar demasiado. El arte de volver convence a través de su calidez confortable. Quizás pueda resultar algo distante en términos de empatía, pero resulta lo suficientemente cercana para no vivirla como film generacional sino más bien cómo un retrato universal de ese momento en la vida en que tomar decisiones puede ser tan duro como la fuga perpetua de no tomarlas.