El año del descubrimiento, la última película de Luis López Carrasco, se sitúa entre dos sueños. En la comodidad y la confianza que ofrecen las sillas y mesas de un bar de Cartagena, dos de los parroquianos cuentan al director un sueño recurrente que tienen casi todas las noches. Ambos sueños versan sobre la impotencia, ante la muerte y ante la lucha. Y no es casualidad, pues estos son dos de los elementos que se tratan de manera amplia pero sencilla en una de las películas españolas más importantes de los últimos años.
Gracias a un ejercicio de Memoria tan logrado como serio, ahora conocemos (o recordamos) que la Asamblea Regional de Murcia ardió un 3 de febrero de 1992. Este hecho, tan insólito como olvidado debido a la celebración de otros eventos ese mismo año —La Expo de Sevilla y las Olimpiadas de Barcelona en primer término—, supone tan solo el colofón de la obra; una traca final que se viene prendiendo desde el minuto uno de película. El proceso de El año del descubrimiento es complejo y detallado, al igual que la historia que envuelve el suceso de hace veintiocho años. Carrasco, sin embargo, no reduce los hechos a un mero informativo ilustrado ni tampoco pretende hacer un documental que se centre en el pasado. Sus intenciones van mucho más lejos teniendo en cuenta que al principio del film nos encontramos en un bar —en el que se desarrollará la mayor parte de la acción— donde la gente bebe, habla y… fuma. «Se trata de una recreación del año 92 y entonces todavía era legal fumar en los bares.», pensaremos; pero nada más lejos. Aunque el formato de la cinta magnética Hi8 con la que se filma la película haga que la imagen se asemeje a esa que tenían las cámaras de vídeo del siglo pasado, lo cierto es que nos encontramos en el presente y la presencia de los cigarrillos responde a una cuestión política, a un elemento deliberado de ruptura. ¿Qué diferencia hay entre los parroquianos de hace treinta años y los de hoy? ¿Acaso no se habla de lo mismo? ¿Acaso no consumen lo mismo? Noticias, datos de paro, cerveza, novedades en el mundo democrático, refrescos… Las personas del bar van hablando sobre los problemas de hoy y de ayer al mismo tiempo, sin darse cuenta. Fuman en el presente porque hablan de temas de gran importancia que no afectan solamente al “hoy” y no están situados en el pasado porque la realidad así lo exige, porque su papel es el de hablar desde “aquí” sin olvidar el “allá”. Hablan del problema que surgió en el período del 75 al 78 (firma de la Constitución) u 82 (triunfo del PSOE en las elecciones), según los autores. El problema de la Transición española.
Carrasco divide la pantalla para dar dos puntos de vista en la imagen y para cerciorarse de que centramos nuestra atención solamente en uno de los lados, es decir, de que nos dividimos. La división es algo crucial en la película, y no me refiero a la división típica entre izquierda y derecha que resulta siempre maniquea, sino en la división esencial entre la opinión de “cualquiera” y la de “alguien”. Cualquiera son las personas que aparecen en la primera parte de El año del descubrimiento; personas que con humildad y seguridad dicen lo que opinan sobre este o aquel tema, que conversan mientras pasan la tarde o la mañana en el bar, como hacemos todos. Estas personas se muestran a cada lado de la pantalla, generalmente en oposición con la persona con la que “discuten” y nunca se les otorga un plano estable, al contrario, la cámara se mueve constantemente alrededor de sus rostros. Sin embargo, las personas que aparecen a partir de la segunda parte obtienen planos fijos, una determinada posición con respecto a la cámara e incluso a veces el privilegio de quedarse “solos” en un lado de la pantalla. Cuando personas como Pedro Antonio Ríos (Diputado regional de IU en 1992), Antonio Sáez de Jódar (Presidente del Comité de Empresa Nacional de Bazán) o José Luis Romero de Jódar (Delegado sindical de CCOO en 1992) dan testimonio, todo se construye a su alrededor mediante el uso de primeros planos, la concesión del monólogo y el lado contrario de la pantalla, “apagado”. Y esto es debido a que no son “cualquiera”. Ellos proporcionan los datos de mayor relevancia para el caso —que no es lo único importante en la película, pero recibe más atención— y la forma se amolda a ellos en consecuencia. Ya no hablamos de opiniones sino de hechos.
Cartagena era un municipio importante, con gran relevancia en el sector industrial, una ubicación estratégica y una dotación humana que se presentaba como un valor seguro para una ciudadanía con familiares o amigos trabajando en los sectores que se vieron afectados. Pero la reconversión industrial, obligada por parte de Europa para formar parte de la Unión, reformuló los expedientes de regulación de empleo de la Empresa Nacional Bazán y propició los cierres de la Sociedad Minera y Metalúrgica Peñarroya España S. A. y Fertilizantes Españoles S. A., que tenía en plantilla a casi trescientos trabajadores que perdieron su empleo. Como una gran burla del nuevo modelo democrático y de la Historia, el hecho de que un año como el 92 en el que la Expo de Sevilla y las Olimpiadas de Barcelona hacían parecer a España un modelo del, entonces y ahora, venerado Progreso, mientras que en Murcia las cosas eran muy distintas, supuso una explosión nunca vista en la España Democrática. El problema laboral llevó al económico y éste al social. Luego vino la agitación, la violencia y el fuego. El Parlamento ardió.
Podemos rescatar mucho más de entre los escombros del pasado no tan lejano que Carrasco recupera, con la pasión y el arrojo de un Marker o un Curtis. Desde la información propiciada y el tratamiento tan digno y simple que se le da a la imagen podemos indagar en otras cuestiones clave sobre las que la película se pregunta como, por ejemplo, la realidad sindicalista actual que puede perecer a manos, ya no de un partido político, sino de una Europa frankensteiniana que no funciona. En el Juego Político —con mayúsculas— todo parece apuntar a la ruina más o menos aceptada por todos, a la democrática destrucción de lo que definimos como “pueblo” e incluso como país. A la eliminación paulatina de unos derechos otorgados y no conquistados, a la supresión de los valores y también de los deberes. En definitiva, a la remodelación de todo cuanto ha existido y ha sido bueno. Al borrón perpetuo.