La mística propiciada por célebres figuras que, por un motivo u otro, pasaron a copar los noticiarios a nivel internacional, siempre ha sido un escollo difícil de vencer a la hora de llevar esos personajes a la gran pantalla. Ya no hablamos, pues, de biografías basadas en libros u artículos —el tan conocido y aborrecible ‹biopic›—, sino más bien de retratos gestados por el extraño culto en torno a siluetas que se dibujaron en la crónica negra; ese lugar donde encajaríamos nombres como los de Ed Gein, Albert DeSalvo o Charles Manson, entre tantos otros, capaz de proveer el terreno necesario a través del cual predisponer una cierta libertad creativa. Y es que el desconocimiento imperante en ocasiones acerca de la vida de dichos personajes —siempre se contarán, claro, entrevistas a familiares o reportajes, pero cuyo parecido con la realidad bien podría ser mera coincidencia— propicia, en efecto, una mirada más libre, sin tantos atavíos y bifurcada en torno a temas que, pudieron o no componer de forma articular la vida de los aludidos, pero sin lugar a dudas pueden llegar a dar más juego que la propia circunstancia del personaje en sí. Ello no implica ni mucho menos la invención de un relato alterno, sino más bien una distorsión en la que volcar materias afines que otorguen una nueva concepción del individuo.
Es desde esa perspectiva restaurada a partir de la cual Luis Ortega propone cuestiones anexas a la figura de Carlos Eduardo Robledo Puch, conocido por ser el criminal más joven de la historia de Argentina —en cuya cuenta se suman desde robos a mano armada hasta asesinatos—. Son, de este modo, aspectos como la homoerótica de la que hace gala el personaje —«Prefiero a su marido» le revela el joven a la madre de su compinche cuando esta se le insinúa, en la secuencia donde se apunta con mayor firmeza a su condición— aquellos que sirven al cineasta para engarzar un retrato cuyos matices propongan algo más allá de la mera crónica criminal. En ese sentido, el argentino halla en el rostro y las formas del debutante Lorenzo Ferro un poderoso aliado; ya no se trata de encumbrar una interpretación por aquello que el joven actor aporta en pantalla, entendiendo a la perfección las aristas de un rol que se define en consonancia con el libro de estilo de un film audaz, hasta inconformista por momentos, sino más bien de comprender la necesaria mímesis que refleja en su desafiante mirada y la atrevida mueca de la que hace gala algunas de las principales fijaciones del film de Ortega.
La labor desempeñada por Ferro en su portentoso debut ante las cámaras, se antoja primordial en la lectura de una propuesta como El ángel. No hablamos, sin embargo, de una obra que lo fíe todo a una caracterización más o menos acertada, o a la lucidez de una actuación que deviene en eje de la misma, pues el autor de Lulú encuentra en una estética resuelta la forma de complementar toda esa matización en torno al protagonista. El ángel se revela así como algo más que el relato sobre la estampa procaz y prematura de un criminal en ciernes; cobra vida propia gracias al personal lienzo sobre el que Ortega dibuja tanto apuntes de naturaleza más íntima —como el vínculo que sostiene Robledo Puch con sus padres, en especial con su madre— como insinuaciones —sobre su condición sexual— y una inmersión pura sobre esa faceta criminal —siempre espoleada por el arrebatado empuje del personaje—. Quizá le falte al cineasta terminar de cristalizar temas que, si bien establecen una interesante percepción, en ocasiones no llevan el relato a un terreno que podría haber generado nuevos estímulos. Ello no es óbice para que El ángel se convierta en uno de esos artefactos estilísticos que saben contener, a ratos, el ímpetu del sujeto representado, extraña cualidad en un cine, aquel que emerge de la imagen pública, capaz de manejar en este caso una cantidad de registros que no hacen sino enriquecer el retrato.
Larga vida a la nueva carne.