El cine francés (en especial, con la aparición de la llamada «Nouvelle vague») se ha caracterizado por indagar generalmente en las causas y, sobre todo, consecuencias del amor, hecho este que, con la desaparición de algunos cineastas, se había transformado por un lado en una divagación no demasiado estudiada que más bien pretendía aprovechar el filón de un género con cierto tirón como el de la comedia/drama romántico, y por otro en una constante de títulos que, directamente, ni se paraban a arrojar, ya no digamos luz, sino unas conclusiones propias a un tema ante el que tan bien supieron fijar su foco los Truffaut, Malle, Rohmer y demás. Aunque si bien es cierto que algunos nombres de la vieja guardia como los de Philippe Garrel o Patrice Leconte habían persistido al paso del tiempo, se echaban en falta nuevos talentos en el cine galo que recobraran esa vena tan característica de una cinematografía que tiempo atrás encontró uno de sus principales referentes en ese modo de contemplar uno de los temas más universales que se han podido trasladar a una pantalla de cine.
La pareja artística formada por Arnaud y Jean-Marie Larrieu bien podría exponerse como una de las corrientes continuistas de ese particular modo de abarcar una temática tan compleja, aunque eso sí alejados en mucho de lo que supuso la «Nouvelle vague» en sí, tanto por el modo de trabajar como de trasladar sus inquietudes a la pantalla, y es que la pareja de cineastas galos ha sabido componer con el tiempo un universo propio en el que diseminar con certeza y, en especial, de un modo tan personal como reconocible, todo ese espectro de sensaciones que puede conllevar ese amor al que hace alusión el título de este, su último trabajo.
Así pues, y desde Pintar o hacer el amor, los Larrieu han expuesto sus conclusiones gracias a un cine que se aleja de lo acomodaticio y, si es menester, vira entorno a un humor surgido del absurdo que por momentos se torna extravagante e incluso sirve como vía para diseminar la condición de sus personajes o trasladar la visión (tan particular como, en cierto modo, universal) que los autores de la magnífica Los últimos días del mundo poseen sobre algo tan complejo pero, en realidad, entregado a una lógica que sólo los sentimientos son capaces de quebrar. Ya en su mentado antepenúltimo film, de hecho, lo exponían mediante una suerte de fin del mundo muy singular y muy suyo donde el amor era el último resquicio de vida en un universo apocado a la destrucción y, por tanto, en unos protagonistas que únicamente podían encontrar su fin amando… o no llegando a amar ni ser amados, y en consecuencia encontrando ese desenlace en un agónico y último acto desesperado.
Ese amor, que hallaba con incerteza en el rostro de Mathieu Amalric un incansable perseguidor, da un giro hacia un entorno más ácido en El amor es un crimen perfecto, cuyo título quizá resume a la perfección las intenciones de los Larrieu. Y digo quizá porque esas intenciones del tándem formado por estos dos hermanos se presumen como algo inabarcable, en especial a sabiendas de que para ellos esto del amor nunca se detiene, e incluso se podría definir como un proceso en constante evolución dispuesto a crear y destruir, a irrumpir en la vida de cualquier inocente (o no) y lograr que en apenas días el particular mundo de un individuo de cuantos giros inesperados puedan caber en su existencia.
Los primeros pasos de El amor es un crimen perfecto arrancan, pues, no sin cierta ironía, gracias a la figura de ese maestro casanova creado para la ocasión e interpretado de modo exquisito por un Mathieu Amalric que parece no tener techo, y que incluso destaca cuando encuentra ante sí trabajos de menor envergadura. El constante goteo de féminas alrededor de ese personaje, que nos llevan desde la madre de una alumna desaparecida hasta su propia hermana, en una relación (o sentimiento, mejor dicho) sugerido con una suerte de apunte macabro acerca de nuestro protagonista, no hace sino acrecentar las constantes de un cine capaz de arrojar vertientes de todo tipo ante un tema que en manos de los Larrieu se muestra más incierto que complejo, pero siempre tan atinado como lo son las propias aristas de una historia en constante reformulación gracias a ese inestable jugueteo.
Aunque hablar del cine y, en consecuencia, de cualquier película de estos cineastas, se antoja un ejercicio difícil de abarcar que podría conllevar varios visionados sin terminar de exprimir ese universo que se nos entrega, sintetizando se podría resumir El amor es un crimen perfecto como un título donde son capaces de hacer confluir esas diestras conclusiones sin romper el eje de una propuesta cuyos giros no representan per se farsa o ardid alguno, sino más bien la ejecución de un plan perfecto ante el que nadie parece estar seguro. Ese plan llamado amor, capaz de mutar como si de un crimen se tratase y cobrarse incluso a la más astuta de las víctimas.
Larga vida a la nueva carne.