«Nada más verte le dije a mi sentido común, que no me esperara levantado».
Felicidad, La cabra mecánica.
«Tal es la estructura fundamental de la ilusión: un arte de percibir adecuadamente, pero sacando las conclusiones contrarias». [1]
Francois Ozon vuelve con su clase y su elegancia para presentarnos un relato totalmente loco y estrictamente formalista que engatusa y absorbe y ante el que más vale dejarse llevar que buscar explicaciones racionales y demás hilos que sirvan de unión de una sucesión de pedazos oníricos con gravedad propia. Pero aquí no tiene lugar meter fotos de ojos ‹in the acid trip› ni de penes envenados o coñarros rítmicos de espectadores que manifiesten la plena experiencia del thriller-onírico-erótico, así que de algo tendré que hablar en términos cutremente racionales (cutremente por aquello del desfasaje que se da entre el discurso lógico y la pura imagen que nos propone aquí el director francés). Y es que Ozon hace gala de inteligencia e intuición en eso de entender que el cine poco tiene de discurso filosófico o profundo a secas (nada más lejos que el cine), y decide acercarse a elementos profundos de la mente humana y a demás nociones difusas de realidad mediante un discurso diferente a la verborrea espesa del ensayo, es decir, que Ozon opta por el discurso de la imagen y de la puesta en escena para referir a todo esto, sin darnos la chapa con sermón alguno que se desprenda de diálogos precoces que puedan intercambiar los personajes. Y es así que el director de En la casa nos presenta a Chloé, una joven apática que se mueve por el mundo como un adulto en una piscina de bolas: con torpeza, desgana, y sin querer estar. Será en el momento en el que un médico le hable sobre los posibles motivos de un dolor de estómago del que no encuentran causa alguna cuando decida asistir a las sesiones de un psicoterapeuta. Es aquí donde la historia recibirá el impulso que la lleve hacia términos de disolución de lo dado, dejando atrás toda muestra de estabilidad que pueda haber tenido presencia.
En otras palabras, lo que parece representar Ozon es algo parecido a ese juego entre realidad e ilusión que ya planteó Clément Rosset el siglo pasado cuando habló de las reacciones con las que acostumbramos a responder a la presión que la realidad ejerce sobre nosotros, experiencias que contaminan la literatura y otras artes precisamente por ser sumamente atractiva. Y es que a Ozon parecen haberle influido estas formas de evasión cuando nos hace ver que el verdadero desvarío de la protagonista llega en el momento en el que los problemas y las limitaciones que impone la cotidianeidad de la vida en pareja se vuelven demasiado asfixiantes, momento este que por provocar el giro del padecimiento de lo que acontece en bruto a la creación de ilusión que deriva en la construcción del doble. A partir de este punto de no retorno que supone la integración total en el mundo de la ilusión paliativa el director de Frantz se centrará en el continuo juego entre el reconocimiento de este novio-psicoterapeuta que se vuelve problema y al que hay que dejar de aceptar de manera total y absoluta, por un lado; y ese otro-doble que surge en este proceso de divergencia que rechaza la realidad para poder hacer así su propia existencia más llevadera, «haciendo de un solo hecho dos hechos divergentes, uno desagradable, pero el otro totalmente distinta» [2]. Con todo esto puede decirse que el relato que Ozon desarrolla en El amante doble viene a ser más la ocultación que la expresión de la realidad misma, tal como se da.
[1] ROSSET,C., Lo real y su doble –ensayo sobre la ilusión-, Traducción y notas de Santiago Espinosa, p. 19.
[2] Ibid., p.21.