Ambos provienen del mundo de la animación. Sam Fell a muchos ya os sonará por haber dirigido Ratónpolis para Aardman junto a David Bowers y El valiente Desperaux en su debut en solitario, habiendo participado además en la serie de ‹clay motion› Rex the Runt, mientras Chris Butler había estado tras cintas de ‹stop motion› del calibre de Los mundos de Coraline o La novia cadáver. Ahora, unen fuerzas y talento en El alucinante mundo de Norman, una de esas cintas que aparece cada temporada que se acercan al cine de género para realizar uno de esos homenajes que tan buen sabor de boca dejan, y que ofrece los suficientes alicientes como para acercarse a ella sin el mayor temor.
En teoría, se podría decir que El alucinante mundo de Norman no aporta nada nuevo. Desde su premisa base que remite directamente al Agárrame a esos fantasmas de Peter Jackson, hasta una galería de personajes que no dan mucho a la imaginación, nos encontramos ante Norman, un particular chaval que es capaz de comunicarse con los muertos cuyo periplo en el mundo de los vivos no ha terminado todavía. De hecho, todavía mantiene relación con su abuela, ya fallecida y pilar de una familia que para Norman parece quedar coja con la partida de quien era su más particular confidente.
Su mundo queda descrito con trazo ante una habitación repleta de cachivaches relacionados con el tema de la muerte: relojes, cepillos de dientes y demás enseres forman un universo que se ve reforzado por la fascinación que siente Norman entorno a los muertos vivientes, de los que siempre que tiene la ocasión aprovecha para ver algún film. Es de hecho esa fascinación la que le lleva a obtener gran rechazo tanto por parte de su familia (su hermana lo considera un ‹freak›, su padre no entiende nada), como de sus compañeros de escuela. Escuela donde precisamente encontrará a Neil, un muchacho regordete que sufre el mismo trato por parte de abusones y demás fauna debido a su condición, y que se verá fuertemente atraído por esa habilidad de Norman en la que nadie cree: ver muertos.
A partir de ahí, y con tics habituales de un género que en El alucinante mundo de Norman tan pronto sabe dirigirse al humor más inocente como al homenaje autoconsciente, Fell y Butler construyen un trabajo que bien pronto arranca y que no da síntomas de agotamiento en ningún momento.
De hecho, sabe aprovechar a la perfección sus bazas humorísticas que nos llevan desde gags hasta situaciones de lo más singulares para ofrecer una ligereza al conjunto que le viene a las mil maravillas debido a su condición humilde, pues su única aspiración más allá de trenzar un homenaje celebrando el género, es el de fomentar un entretenimiento con las dosis justas de moralina (ese tímido mensaje sobre la incomunicación, amplificado durante una de las secuencias finales) como para que el espectador tampoco salga espantado.
Por otro lado, se muestra verdaderamente notable en su faceta visual, donde además de la detallada construcción de ese mundo que rodea a Norman, el empleo de lugares comunes que delimitan la propuesta y le confieren encanto además de un tono más homogéneo pese a la variedad de los mismos, se presenta como clave para dar fe de las connotaciones que posee la obra en ese sentido: es una serie B de clase A, y sabe como demostrarlo.
El empeño de su guión al intentar escapar de lo común y lo habitual en ocasiones ofrece buenos frutos (esa lucha entre zombies y pueblerinos en el centro del pueblo es magnífica y casi desmitificadora), pero generalmente rebusca y hurga en exceso donde lo sencillo podría haber resultado mucho más embriagador (la historia da en ocasiones demasiadas vueltas para llegar a un punto final tan sencillo), haciendo que quizá la estructura de El alucinante mundo de Norman se resienta levemente debido a esos achaques más melindrosos que sin embargo no condenan el resultado final.
La consecución de ese maravilloso clímax ayuda a ello, y en especial la aparición de Aggie, esa “bruja” que sorprende por lo enloquecidamente macabra (todo dentro de los parámetros de la cinta) que resulta, además de ser uno de los personajes mejor diseñados y aprovechados de todo el film. Todo ello conforma una de esas pequeñas piezas de ‹stop motion› a la que, ya sea por su simpatía, o por su acierto aludiendo al cine de género sin necesidad de saquearlo constantemente, bien merece la pena echarle una ojeada.
Larga vida a la nueva carne.