Derivas entre folclore y naturalismo
Este año la Quincena de Realizadores de Cannes ha acogido a una directora española debutante, Elena López Riera, que ha presentado El agua, su nuevo largometraje con la ilustre actriz Bárbara Lennie en el reparto. No es la primera vez que Riera deambula por esta sección del certamen, por lo que su reaparición ha sido más que bienvenida.
En sus cortometrajes se explora la realidad de los pueblos en el corazón del territorio español, conjuntando la idea del rito cotidiano con la observación naturalista. En Los que desean, por ejemplo, la directora pone la lupa sobre el deseo masculino en la adolescencia, vinculándolo al vuelo de las palomas. No es baladí que este elemento reaparezca repetidas veces en El agua para caracterizar a uno de los protagonistas, el joven José. La carga de significados de dicha analogía no se fuerza ni en el cortometraje ni en la película, todo proviene de una sana temporalidad impresa en cada plano.
Porque efectivamente, El agua es la crisálida de Elena López, que ha conseguido levantar un largometraje cuyo despliegue visual es deudor de sus trabajos anteriores. La historia nos traslada a un pueblo valenciano que vive bajo la amenaza de un fuerte temporal. La trama gira en torno a Ana, que tiene 17 años y ha crecido bajo la sombra de su madre y su abuela, cuya reputación no es especialmente positiva entre los habitantes. Las mujeres del pueblo, de hecho, creen que el agua es sinónimo de muerte, y en esta calma que precede a la tempestad, Ana se enamora de José, que será su primer amor y le hará percatarse de que es difícil fiarse incluso de nuestros seres más cercanos.
Si bien miradas como la de Isaki Lacuesta pueden haber ejercido de referente para la puesta en escena, Riera desarrolla un pulso narrativo muy personal e inocula una pátina de extrañeza que parece filtrarse de forma progresiva. A partir de sus decisiones estéticas hace renacer una preciosa noción documentalista, y el espectador autóctono puede identificarse rápidamente con el entorno. Entonces, si La leyenda del tiempo apuntaba hacia una dualidad de caminos, El agua deviene un único camino con varios meandros.
Viendo El agua nos puede venir a la cabeza fácilmente Destello bravío, de Ainhoa Rodríguez, tratado inédito sobre los misterios de la España rural, o por supuesto la amplia gama de cineastas mujeres que han recurrido a una perspectiva observacional para hablar de sus veranos del pasado, sin sentimentalismos ni melancolía. Tal es el caso de Verano 1993, de Carla Simón, Libertad, de Clara Roquet o La Inocencia, de Lucía Alemany.
La pieza de Riera encuentra su hueco en esta esfera, solapando misterio y superstición con visión documental y ‹coming of age› femenino, obteniendo una síntesis hermosa y equilibrada.
Si por algo despuntan muchas imágenes de este film es por su tendencia a la hipnosis y a la sugerencia, siendo gracias a ello que la obra se resiste a ser agarrada y huye de las taxonomías. Una imagen muy llamativa de la película presenta en el cuadro una piscina —de nuevo el agua como elemento simbólico, emancipador y omnipresente que atraviesa el cuerpo femenino, como se arguye en el film— donde Ana y sus amigas se están bañando, y al fondo vemos el paisaje valenciano. Sin embargo, entre un elemento y otro se cuelan dos letreros, uno de McDonald’s y otro de Foster’s Hollywood. Dos franquicias que traen consigo las oleadas del neocapitalismo, y dotan a la escena de un cierto aire posmoderno donde la capacidad de fascinación por el mito y la superstición cada vez queda más ahogada. En otras palabras, la idiosincrasia de los pueblos y sus creencias propias cada vez están más en descrédito.
Por este motivo y muchos más, el debut de Elena López ya puede contarse como uno de los más prometedores de la cinematografía española de los últimos lustros.