La expresión del sufrimiento
Tras ser galardonada con el León de Oro y el premio FIPRESCI en el pasado Festival de Venecia, este viernes se estrena en España El acontecimiento, segundo largometraje de Audrey Diwan. La cinta es una adaptación de la novela homónima y, en parte, autobiográfica, de Annie Ernaux. A lo largo de varias semanas que van contabilizándose con unos rótulos en pantalla, Diwan sigue a Annie (Anamaria Vartolomei), una joven estudiante universitaria de letras que se verá obligada a abortar clandestinamente en la Francia de los años 60 para así poder continuar estudiando. Las dinámicas mantenidas por la cámara a lo largo del filme convierten el fatigoso seguimiento en una experiencia inmersiva lo suficientemente medida como para acercar la subjetividad de la protagonista al cuerpo del propio espectador sin tornarse invasiva o, peor aún, pornográfica.
Desde la secuencia inicial, en la cual Annie y sus amigas se ayudan a abrocharse sus sujetadores antes de salir de fiesta, se reconstruye prudentemente un universo femenino que debe cohabitar con un contexto social represor y dominado por hombres. Todo ello a través de un tratamiento formal que, en general, logra sobreponerse a las decisiones algo controvertidas tomadas en el tramo final del filme y que, de entrada, deben ser abordadas con ojo crítico. Porque hay películas en las que un simple plano o movimiento de cámara puede destapar la verdadera naturaleza de la propuesta y anular la posible fuerza que pudieran mantener sus imágenes previas.
El fugaz ‹tilt down› realizado segundos después de que Annie expulse su feto es el pequeño detalle que, inevitablemente, obliga a replantearnos ciertas cuestiones sobre cuál debe ser la representación de una experiencia tan injusta y terriblemente dolorosa como la que sufre la protagonista de El acontecimiento. Es una mirada aparentemente discreta a la sangre desprendida por su cuerpo, una especie de asomo a la espeluznante realidad contra la que todavía se enfrentan incontables mujeres a día de hoy. Se podría pensar que, cuando una cineasta decide romper la sutil propuesta visual de su película, no solo está mostrando un sufrimiento, también lo destaca y, quizá, consecuentemente, se regodea en el mismo. Sin embargo, hay un componente reivindicativo y, por qué no, incluso revulsivo, en la desviación de cámara de Diwan. Es una ruptura consciente, en un sentido formal y simbólico: no solo se mueve violentamente la cámara, cortando con la templanza habitual del filme, también se corta el cordón umbilical que une a Annie con su feto.
Asimismo, si la mirada de Annie avista momentáneamente el cadáver de su feto, también el espectador debe pasar por ello; porque el cine nunca podrá transferir el dolor físico de otros al cuerpo del espectador, pero sí tiene la capacidad para hacer que este mire lo que otros han tenido que mirar. Esa imagen quizá contenga lo necesario para transmitir la esencia de ese sufrimiento, pero extraer su componente humano comportaría trasladarse al espinoso terreno del sensacionalismo barato. El desenlace de El acontecimiento transita delicadamente entre la reivindicación significativa y la superficial. En ambos casos puede percibirse como un defecto y, como mínimo, sirve para originar, inteligentemente, una vez más, el inacabable debate sobre la representación del sufrimiento humano en el cine, pero no es suficiente como para desvalorizar las virtudes de un filme, en su totalidad, sólido y convincente.
Anteriormente, señalábamos la intención de reconstruir fielmente una intimidad femenina en un contexto pasado concreto. La película funciona notablemente como el retrato de una feminidad determinada —la de una mujer blanca, joven, atractiva y de clase media— en una época pretérita con la que, no obstante, aún hoy encontramos similitudes. Todo ello se construye a base de matices presentados, en muchas ocasiones, gracias al control de Diwan sobre el dinamismo que desprende su puesta en escena. Por un lado, logra capturar cierta espontaneidad juvenil y, por el otro, refuerza el conjunto con detalles claves para hilvanar exhaustivamente la opresión patriarcal sufrida por las mujeres de la película. En una película rodada en tomas largas y cerradas, las apariciones difuminadas de figuras masculinas invadiendo el plano —aquello que, de alguna manera, se entiende como el espacio íntimo de Annie— supone una excelente utilización del desenfoque para destacar el papel intimidatorio y represor de los hombres en la vida de la protagonista.
De igual manera, el supuesto desequilibrio formal de la propuesta, acentuado en los minutos de más intensidad dramática, no impiden a Diwan sostenerse sobre frases, gestos o miradas que eleven el sentido final de su trabajo. Es especialmente interesante la relevancia otorgada a la relación entre las jóvenes universitarias y el sexo. La escena en la que Brigitte (Louise Orry-Diquéro), una compañera de Annie, practica el coito con una almohada delante de ella y otra amiga para enseñarles lo que aprendió de las revistas eróticas de su hermano, expone la experimentación de un deseo insatisfecho relegado a una mera simulación: el sexo como simulacro por culpa de la mirada juiciosa que sufren aquellas mujeres que intentan mantener activa su sexualidad, entre ellas, Annie. De ahí surge el deleite en la carnalidad de los cuerpos desnudos y la liberación de la joven en la única escena de sexo del filme, pero también la desgarradora composición de plano en el segundo intento de aborto practicado por Annie, el acoso que sufre por parte de algunas compañeras de clase o la frase dicha por la propia Brigitte tras flirtear con un estudiante al sanarle una herida: «Soy una calientapollas, ¿pero tengo elección?»
Son detalles introducidos con discreción que ayudan a hacer más llevadero un empaque estético excesivamente estilizado, una tendencia estética de la que Diwan y Laurent Tangy, la directora de fotografía, no logran desprenderse. Entorpecen la organicidad de la narración al impregnar las imágenes de un artificio innecesariamente preciosista y contraproducente para trasladarse apropiadamente hacia la brutalidad del segmento final de la película. Es ahí cuando se renuncia a la sutileza, al refinamiento plástico de los detalles analizados más arriba para decantarse definitivamente por lo evidente. Sin embargo, aunque podamos discutir la funcionalidad narrativa o formal de esta elección por el recalcado, llegado a un punto, el sufrimiento de Annie es tal que Diwan parece no poder permitirse cualquier contención visual. Es entonces cuando la interpretación de Vartolomei surge como el último elemento para sustentar el dilema al que nos enfrentan las imágenes de la cinta.
Pese a todo, El acontecimiento conserva suficientes puntos de interés como para ser discutida y analizada, no como una gran película, pero sí como una propuesta cinematográfica donde confluyen conflictivamente ideas formales y conceptuales que derivan de una problemática tan personal como política. Al mismo tiempo que parece entender las contradicciones que generan sus imágenes, en el momento de la verdad, Audrey Diwan no duda en anteponer la necesidad de expresar mediante el horror de las mismas una realidad aún vigente. Así pues, cuando Annie le confiesa a uno de sus profesores su voluntad de convertirse en escritora y, al final, tras el fundido a negro, lo único sonido es el de un bolígrafo escribiendo sobre el examen final de la protagonista, realmente se escucha a una película reclamando que las mujeres expresen el sufrimiento mostrado en pantalla y tengan la oportunidad de escribir su propio destino e historia.