Eisenstein en Guanajuato (Peter Greenaway)

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No vamos a descubrir a estas alturas la figura de Sergei M. Eisenstein, un director especializado inicialmente en los movimientos de masas (La huelga, El Acorazado Potemkin y Octubre) que siempre será recordado por su revolucionario dominio técnico de la imagen y del montaje, además de su contribución teórica que influyó notoriamente a los analistas cinematográficos de su época. Posteriormente, tras la visita a México que narra la película que nos ocupa (cuando parecía que estaba en el punto de mira de Stalin después de su visita a occidente) realizó varios encargos de éste para levantar la moral de su pueblo antes y después de la 2ª Guerra Mundial, con propuestas dotadas de una elevada carga patriótica (Alexander Nevsky e Iván el terrible).

El peculiar Peter Greenaway, un autor con mayúsculas que cuanta con una personalidad contradictoria (suele hacer declaraciones apocalípticas sobre el estado del cine criticando la excesiva influencia de la literatura en el medio mientras sigue añadiendo a sus películas toneladas de texto que en algunas ocasiones obstaculizan la percepción de sus fascinantes lienzos en movimiento), afirma que Eisenstein fue su primer referente en el cine y se sentía en deuda con él. Al parecer, tiene previsto (como hizo con Las maletas de Tulse Luper) realizar una trilogía sobre las andanzas del genio del propagandismo cinematográfico soviético. En su primera incursión (una co-producción entre México, Holanda, Finlandia y Bélgica) el director británico nos sumerge en un excéntrico biopic que se centra en un periodo de tiempo muy breve en su vida y se aparta por completo de lo habitual en el género, algo lógico viniendo de la mano de uno de los autores más originales que ha proporcionado el cine en las últimas cuatro décadas. Greenaway cuenta con una filmografía compuesta por un puñado de títulos memorables (El cocinero, el ladrón, su mujer y su amante, El vientre del arquitecto, El niño de Macon, Drowning by numbers y Los libros de Prospero) y otros tantos muy atractivos, con un pequeño bache entre 1999 y 2004 con 8½ mujeres y la trilogía de Las maletas de Tulse Luper, dos obras en la que el tono cómico no termina de funcionar como en otras ocasiones, pero ambas ofrecen detalles de su grandeza. En sus dos últimos largos de ficción (La ronda de noche y Goltzius and the Pelican Company había retomado la buena senda, aunque no dejasen de ser dos pequeñas variaciones de filmes de su etapa más fructífera (El contrato del dibujante y Los libros de Prospero) y no resultasen tan redondas como la cinta que nos ocupa.

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La narración arranca con Sergei Eisenstein recién llegado a México en el año 1932, después de ser invitado a abandonar antes de lo previsto Estados Unidos (lugar al que había acudido para documentarse sobre las técnicas de sonido que en su país estaban muy limitadas) por sus antecedentes comunistas. En el país de Pancho Villa acude junto a su equipo con la intención de rodar ¡Que viva México!, una película que no llegó a finalizar por discrepancias con los inversores izquierdistas estadounidenses que producían una cinta que en la actualidad cuenta con diferentes versiones. Greenaway se olvida de los motivos profesionales que llevaron a México al letón de origen judío y se centra básicamente en su supuesto despertar homosexual, mediante la exposición de un romance intenso de apenas diez días, y en el renacimiento que se produce en su personalidad al liberarse de esa situación que tanto le angustiaba.

Al parecer, la salida del armario implícita en la teoría del director galés nunca ha sido anunciada públicamente, aunque de ser cierta no sorprendería teniendo en cuenta la mala prensa que el colectivo gay sufrió en la era estalinista y sigue manteniendo en la actualidad en la Rusia de Puttin de un modo vergonzante. Lo único que sabemos es que en sus obras hay retazos semi-ocultos que bien podrían indicar estas supuestas preferencias sexuales, como la presencia de los descamisados sudorosos  en El acorazado Potemkin o sus dibujos subidos de tono que salieron a la luz años después de su muerte y formaron parte de una exposición. El talentoso director letón (interpretado con una energía y entusiasmo sin parangón por el finlandés Elmer Bäck, quien parece haberse inspirado en la interpretación de Tom Hulce en Amadeus de Milos Forman) es presentado en la película como un individuo con aspecto de bufón, frágil, inseguro y con un carácter excéntrico que parece utilizado para combatir cierta timidez en los eventos más multitudinarios. Sin embargo, se comporta como un charlatán extrovertido en las distancias cortas, se comunica en voz alta con su órgano sexual y se lo pasa pipa mostrándolo en público y, como si fuese un adolescente de 12 años, dibujando penes enormes a la más mínima ocasión.

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El director galés dispara sus satíricas balas contra la moralidad y la corrección política, y vuelve a atentar contra varios tabúes de nuestra civilización con una simpática travesura que no cae en los recurrentes tópicos de las bondades del capitalismo frente al comunismo (como sí hiciera Ernst Lubitsch en Ninotchka). Hay una evidente crítica a los sistemas políticos que torpedean la carrera de un artista por sus inclinaciones sexuales y a las cortapisas ideológicas que impone la industria hollywoodiense a la hora de desarrollar una obra. Sin embargo, como también sucedía en el propagandista filme de Lubitsch anteriormente citado, Greenaway no puede evitar incidir en la manida caída en la tentación del lujo de la vida burguesa de occidente para alguien que viene del crudo y desangelado invierno soviético. Ante la llegada del amor y el placer desaparecen sus preocupaciones iniciales por la situación política y social del país que le acoge. La película se detiene, fuera de campo,  en el inicio de la persecución que sufrió Esisenstein (a pesar de su innegable contribución a la expansión artística e ideológica de la revolución soviética) por parte del paranoico Stalin y sus serias dudas sobre si la estancia del genio del montaje en el mundo capitalista podría haber minado su ideología. Observamos cómo, ante las noticias que le llegan desde Moscú, va mutando la percepción del cineasta sobre el bigotudo amante de los gulags y cómo va creciendo su nostalgia por los tiempos en los que el comunismo no había caído en sus inquisitorias y purgadoras redes.

Como era de esperar, viniendo de un autor tan egocéntrico y autocomplaciente (probablemente, si hay alguien que puede rivalizar con Jean-Luc Godard en la obtención del trono del ego más inflado, ése sea Peter Greenaway) conecta el universo del director letón con el suyo propio, como ya hizo en La ronda de noche con su también admirado Rembrandt, aunque ambas no lleguen a los niveles de narcisismo vistas en Las maletas de Tulse Luper. En su última película modera la presencia de sus habituales números, listas y pistas semi-escondidas sin renunciar a exponer sus referencias a los distintos terrenos de la creación artística que tanto domina. Hay que recordar que su formación fue pictórica, y además del arte cinematográfico también ha ejercido en profesiones tan diversas como las de arquitecto, escultor, matemático, literato, dibujante, escritor de ópera y expositor vanguardista. Unas actividades que no enmascara en ningún momento en su idiosincrática, teatral y barroca puesta en escena, que radicalizó hasta tal punto a principios de la década de los noventa que le llevó a pasar de ser un referente del cine independiente europeo en la década de los 80 a presentarse como un autor mucho más marginal en los 90, y prácticamente un outsider en el presente siglo hasta esta obra, que ha obtenido una acogida general mucho más positiva que la de sus últimos trabajos.

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La narración (que acontece la mayor parte del tiempo en los interiores de las lujosas habitaciones del hotel donde está hospedado el protagonista) se percibe con un ritmo más ágil y un carácter menos fragmentario, reiterativo, petulante y teatral que en sus dos anteriores largos de ficción, sin que ello signifique traicionar su recargada puesta en escena, siempre caracterizada por la concienzuda elaboración y disposición de los escenarios y un manejo virtuoso de la cámara. Eisenstein en Guanajuato cuenta con el personal y apabullante esteticismo y la experimental narrativa de Greenaway que en cada obra va evolucionando. En esta ocasión, el color y el blanco y negro se entremezclan en pantalla mostrando unos tonos más chillones que nunca con una calidad de imagen de la mano de Reinier van Brummelen que poco tiene que envidiar a la del gran Sacha Vierny (el prodigioso director de fotografía de su época dorada y de la de Alain Resnais) y casan a la perfección con el colorido de la localidad mexicana, escenario para esta desafiante obra de un autor siempre preocupado por la simetría de sus imágenes que aquí vuelve a utilizar sus inconfundibles jugueteos con la perspectiva y la partición de la pantalla (hoy tan de moda gracias la trepidante segunda temporada de Fargo) jugando con lo que acontece en cada una de las facciones. Un recurso con el cual el director británico viene experimentando desde comienzos de la década de los 90 con esa enfermiza atracción por los collages, aquí implementados de un modo más sugerente y al servicio de la narración que en otras ocasiones, con la coartada de mostrar la obra del cineasta soviético e imágenes de archivo mientras éste departe sobre ella con sus contertulios. Tampoco faltan hipnóticas tomas circulares a gran velocidad, un montaje acelerado que incluso se permite el lujo de homenajear al director soviético en algún momento puntual con sus característicos cortes en el montaje que tanto han influido al también iconoclasta Guy Maddin, y su pasión preconizada por detenerse detalladamente en la arquitectura.

La obra de su autor a la que más se asemeja Eisenstein en Guanajuato (básicamente por el descubrimiento de un país por parte de un artista) es El vientre del arquitecto, pero en esta ocasión (tal y como sucedía en la despiadada El cocinero, el ladrón, su mujer y su amante) nos sumerge en una bella historia de amor y atracción sexual en la que no entran en juego otros intereses (en la mayoría de sus filmes el sexo siempre aparece como consecuencia de un oscuro e interesado pacto que poco tiene que ver con la pasión o el amor). Buena parte de la carrera en el séptimo arte de Greenaway está caracterizada por una obsesión casi malsana por el sexo y la muerte (los desenlaces de la citada El cocinero, el ladrón, su mujer y su amante y El niño de Macôn son de los que dejan huella), pero en esta libre aproximación a la figura de Eisenstein se olvida de la muerte, si obviamos el principal motivo que le llevó a Guanajuato, su fascinación por ella presente en las ceremonias religiosas. No obstante, cuenta con la habitual presencia de sexo provocador de su director (esta vez el desnudo femenino es prácticamente testimonial) con la aparición constante de penes en diferentes estados de ánimo, aunque no estén presentes de un modo tan multitudinario como en Los libros de Próspero, la pasadísima de rosca y encantadora adaptación de La tempestad de William Shakespeare; un filme que tiene el honor de ser una de las experiencias cinematográficas con más miembros viriles masculinos por fotograma, que seguramente hubiese hecho las delicias del mismísimo Pier Paolo Pasolini.

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La película cuenta con el inconfundible tono impertinente y frívolo común en el director galés. No obstante, hay mucho respeto hacia la figura del personaje retratado, a pesar del carácter de clown excéntrico con el cual le imprime, teniendo en cuenta que Greenaway no suele humanizar nada a unos personajes, casi siempre presentados con una frialdad pasmosa a la hora de afrontar las relaciones humanas, renunciando casi siempre a una carga emocional de la que sí está dotada su última criatura fílmica, su obra más inspirada en los últimos 20 años, realizada a los 73 años con la misma ilusión con la que acometió sus primeros filmes. Un trabajo en el cual continúa desarrollando un lenguaje incomprendido y adelantado al del clasicismo de la mayoría de sus compañeros de profesión, pero totalmente acorde con el carácter multimedia que han aportado las nuevas tecnologías en las últimas décadas.

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