Las adaptaciones, tanto cinematográficas como literarias, son el perfecto reclamo desde hace décadas para dar cabida a aquellas ideas que quieren ser plasmadas en otro formato y, así, recobrar historias pasadas. Sin embargo, últimamente podríamos verlo como la falta de ideas en el imaginario creativo donde se tira de trabajos consagrados para llenar la taquilla. Dejando a un lado las causas y objetivos nos topamos con Educación Siberiana del director Gabriele Salvatores, cuya película Mediterráneo fue merecedora de un Óscar en 1991. Rescatando la novela del escritor italo-ruso Nicolai Lilin, el cineasta muestra un tema tan característico y simbólico de Italia como es la mafia, sin embargo ambientado en otro punto geográfico. Podríamos considerar su trabajo como un cambio de aires sin olvidar sus orígenes. Dedicado en su filmografía plenamente a su país natal huye a la ambientación de la Unión Soviética para tratar la mafia desde otro punto de vista.
La introducción de Educación Siberiana es épica debida a las imágenes de una preparación bélica a través de dagas y luces tenues procedentes de velas, como si de una fantasía medieval se tratase. Pero las apariencias engañan y de repente nos encontramos con un John Malkovich instruyendo a su nieto en el arte de matar. Nos sitúa en los años 30, en la época comunista donde, por motivos de seguridad, comunidades enteras de criminales fueron deportadas lejos de sus tierras de origen al sud-oeste de la Unión Soviética, en este caso los protagonistas son deportados en la violenta y multi-ética Transnistria. Mejor fuera que dentro. Esto provocó que se produjera un gueto criminal donde se formaron diversos clanes de familias que gobernaban unos sobre los otros. Entre los más pobres, no por ello menos temidos, se encontraban los llamados Siberianos. Generación tras generación se les adiestra para luchar contra la burocracia, la policía y los banqueros, cuyo lema no era otro que el estilo maquiavélico de “lo más importante de todo es mantenerse con vida”. Cuando un abuelo promulga a su nieto que lo importante no es tener hambre, pues este viene y va, si no dignidad, ya que una vez perdida nunca más vuelve, uno se hace a la idea del título que lleva por delante la cinta y qué tipo de educación se está enseñando.
El método de Salvatores produce una riqueza argumental a la que no estamos acostumbrados en estas temáticas debido al estilo de las grandes sagas sobre la mafia que tanto nos han introducido a base de orgullo los estudios norteamericanos. El cineasta dota de romanticismo a la película y se centra más en la infancia y adolescencia así como en el amor y las distintas clases sociales en la vida de un muchacho que irá descubriendo los pros y los contras de la lealtad, la dignidad y el honor. Como la mayoría de la literatura italiana contemporánea, con ejemplos como Gomorra de Roberto Saviano o Yo mato de Giorgio Faletti, el enredo termina resolviéndose y de manera gloriosa finaliza con un sorprendente y satisfecho final. En el caso que nos compete la rivalidad que se germina entre dos huérfanos, Kolyma (Arnas Fedaravicius) y Gagarin (Vilius Tumalavicius), finaliza con un cierre poético que ya íbamos oliéndonos. Y es que el director no se mete en temas políticos ni en las estructuras de la mafia, pues se centra en las relaciones y en hechos puntuales que bien podrían haber pasado en cualquier parte del mundo europeo en aquella época.
En modo de flashbacks continuos entendemos la vida de Kolyma desde su niñez hasta la entrada en el ejército ruso. Estas intercalaciones entre una época y otra están bien cuidadas y no despistan al espectador, pues el mensaje es claro y la línea argumental es bastante simple. Destacables son los papeles de Malkovich como el abuelo Kuzya, rudo, salvaje y autoritario, y de Eleanor Tomlinson en la piel de Xenja, una muchacha con problemas de déficit de atención que proyecta una luz de simpatía y dulzura ante tanto machote soviético.
Y es que, sin haber leído la novela de Lilin, cuyas raíces parten de forajidos siberianos asesinados, me aventuro a decir que la película orquestada por Gabriele Salvatores escasea en contenido y en calidad, así como en esencia, no obstante, se salva por su entretenimiento y por momentos que brillan gracias al romanticismo escénico plasmado, algo que un director italiano, por muy lejos que esté de su casa, sellará hasta en la mismísima Moldavia.