Aterrizar en un festival. Ver y escuchar desde un rincón. Tal vez resucitar. Si los tiempos marcados por Eden no son compartidos por todos, sí lo fue la experiencia, donde se humanizó la sala de los cines Aribau para respirar todos al unísono. Sentir la música y distanciar la imagen gracias a los efluvios de grandeza de un antro lleno hasta los topes, donde el calor se volvía agónico por momentos, mutaba hacia la decadencia de una rave que Mia Hansen-Løve había tijereteado para movernos por la vida de sus protagonistas.
Naced, creced y multiplicaos: las indicaciones proponen, pero lo cierto es que las vías de escape son meritorias cuando la pasión se cruza por el camino de cualquiera. Paul, ese muchacho que ve claro desde las primeras raves clandestinas por la nocturnidad parisina que quiere ser el que maneje los platos, que quiere añadir su latido a lo que escucha para dominar los cuerpos de otros. Esa es la pasión.
Más allá de un retrato generacional, lo que Mia nos propone es el devastador silenciado de una etapa musical, una moda pasajera enfocada sobre un único personaje y todas las influencias que le rodean. Aunque ahora mismo la palabra «moda» no se pueda aplicar a nada más de quince minutos, la implicación del que la protege puede durar una eternidad, y en esta ocasión, el «garage» evoluciona hasta la actualidad dejando de lado a los que lo impulsan y permitiendo que, en un panorama desvanecido, sea un lugar recurrente para los mismos.
El homenaje a una vida pasada siempre es meritorio, ese crío que no se decide a llegar a adulto, en una fiesta que siempre repite unos mismo patrones, los errores reiterados y la virtudes efímeras, el contagio de una existencia que se infla al apagarse el día y renace en la caótica realidad al amanecer. Una de cal y una de arena. Y así una y otra y otra vez, con la necesidad de añadir un paso hacia el fin de una etapa, desgastar poco a poco para convencernos de la necesidad de un adiós. Paul es el ente estático, si por su rostro no pasa el tiempo, por su día a día tampoco, todo avanza mientras él sigue ahí, compartiendo unas mismas sábanas con quien se tercie, en un reflejo hacia un mundo quieto, seguro, pese a esa tendencia a efervescer.
La directora siempre da un paso atrás cuando se acerca a cierta implicación emocional, pero consigue comprometerse con el sentimiento que ampara esta gráfica llena de picos y descensos. La distancia no es siempre un requisito indispensable para avocarse de lleno a la frialdad, tal vez por una cuidada selección musical que nos refiere mucho más que las imágenes en sí, pero en conjunto nos somete a su voluntad, liviana, de retratar una situación, y sentirla a un ritmo propio.
La fidelidad es una carga evolutiva en esta ocasión, aderezada con algunos toques de humor (Daft Punk, la madre y el amor acaban siendo una parodia de su verdadero significado) y desarmada frente a la intensidad, no existe en el presente de sus personajes, pero sí respira cuando manejan sus pasiones. Esta es la vía de escape de Mia: la música. El verdadero recorrido lo marca lo que suena, no lo que se ve, y es aquí donde gana enteros el relato, aunque sea un filo peligroso en el que basarse, ya que en ocasiones nos invita a cerrar los ojos y movernos, contraproducente cuanto menos en una película.
Eden, ese lugar que todos visitamos en algún momento, espasmos de una sesión que no acaba cuando tú quieres, lo decide quien enciende las luces. Mantenerse en el reflejo también sirve para subsistir.
Aún así, que siga la fiesta.
Pero en otro lugar, que la experiencia entre multitudes fue demoledora.