Hace poco más de una década, el guionista y director francés Robin Campillo se adentró en el universo del largometraje con Les Revenants, una película con un trasfondo social y un mensaje interesante, así como un ritmo tan lento como los zombis que en ella aparecen. Involucrándose, cuatro años después, en el guión de Entre les murs de Laurent Cantet, su nombre fue pulido y algo más reconocido. A partir de este momento existen dos vías: caer al vacío o encumbrarte gracias a un proyecto arriesgado.
Así fue como Campillo tuvo que centrarse en la película ganadora del premio Orizzonti, Eastern Boys, una cinta dedicada al hombre solitario. Con una extensa carrera, el actor francés Olivier Rabourdin se mete en la piel de Daniel, un ejecutivo cincuentón que se fijará, dentro de un grupo de chicos de los países del este europeo que deambulan por la estación de París, en un joven ucraniano (Kirill Emelyanov). Tras una rápida y fría invitación a su piso de soltero, Daniel no encontrará lo que él esperaba cuando, al día siguiente, llaman a su puerta. En este punto vivimos la impotencia en primera persona a través del protagonista, como si de una escena al más puro estilo Haneke se tratara. La cinta queda dividida en cuatro capítulos, los cuales muestran diversos géneros cinematográficos, siendo muchos los temas tratados tales como el drama, la homosexualidad, la prostitución pero, sobre todo, la relación de los franceses con la inmigración ilegal.
Durante los encuentros sexuales se irá observando la soledad asemejada que viven los personajes, independientemente del estilo de vida y la diferencia de edad. Con una delicadeza soberbia, sin llegar a la pornografía, Campillo muestra la progresiva necesidad que los dos hombres ansían. Sin embargo, la cámara no sólo centra el objetivo en esta historia de pseudo-amor, pues la premisa la encontramos en la inmigración ilegal, los grupos sociales marginales que se forman y cómo terminan por convertirse en una mafia controladora que no dejará escapar a sus integrantes. De este modo, lo que comienza como un contrato verbal en el que “tú me pagas y yo me dejo hacer” termina convirtiéndose en la búsqueda de la libertad.
Cómo un simple encuentro entre dos personas que necesitan satisfacer su propio deseo sexual, disfrutar del contacto humano, sentirse queridos durante unos fugaces minutos, experimentar placer junto a una persona desconocida, algo tan complejo pero mundano a la vez, se retuerce en sí para dar lugar a una lucha trepidante contra la opresión y la manipulación. Daniil Vorobyov es el encargado de personificar el punto antagónico en el filme, con una actuación sobresaliente consigue dar la chispa necesaria, evitando que nos hartemos de tanto hastío y caras largas. Un actor revelación al que se le da de lujo hacer de cabrón.
Una película tan humana y provocativa obstaculiza su análisis debido a las múltiples lecturas que se le pueden dar. Eso sí, la dureza y el dramatismo que proyecta resulta incómodo de ver en ciertos momentos, así como el sentimiento de incapacidad ante lo que sucede, pues la empatía no nos libra de seguir observando la crueldad que nos brinda este mundo repleto de obstáculos.