La modernidad contrasta con la visión conservadora y mística que aún defienden muchas comunidades indígenas alrededor de América. El progreso destruye sus modos de vida y los reemplaza por un modelo productivo que en esencia no es más sano a pesar su supuesta evolución; en el caso que nos atañe, la tribu Ayoreo Totobiegosode ha sido víctima de desplazamientos sistemáticos en pos de diferentes industrias haciéndoles, por ende, cargar con el peso de la derrota en su pecho, la cual rememoran a través de su cosmogonía ancestral.
La historia se desenvuelve entre la ficción y el documental, a través de voces que retratan su pesar en bellas oraciones cargadas de simbolismo que hacen en referencia a su lugar en los bosques, que son para esta comunidad equivalentes al mundo; más que una historia, hay un compendio de momentos y sentires narrados, los cuales no se aclaran de manera directa pero es fácil dilucidar que hacen referencia a la devastación y derrota frente a los agentes industriales; en ese sentido, quizá el único detalle respecto a la tragedia sea un pequeño plano en el que se observa cómo una cámara digital de los noventa graba un resguardo abandonado en el que mediante el ambiente sonoro pareciera que se produce un desplazamiento forzado de los indígenas fuera de plano.
El verde, el monte y la selva son imperantes, aunque en contados momentos la historia se posiciona en la residencia de una extraña y misteriosa señora blanca de clase media que afronta su día a día desde una comodidad aparente; un intento quizás de generar un contraste entre las víctimas y quienes gozan del fruto de su sufrimiento. Si se quiere comparar a este trabajo con alguna otra obra podríamos relacionarla con los últimos trabajos de Pedro Costa en cuanto a la ficcionalización de la memoria, y de cómo hay un esmero en la composición literaria del testimonio, que en este caso a diferencia de en la obra de Costa siempre se escucha como una voz en off monótona y triste que con frecuencia contrasta con la vitalidad de la jungla.
También hay momentos en los que la apuesta ficcional trata de complementar la apariencia del misticismo, como por ejemplo en una escena donde el niño protagonista está siendo partícipe de un ritual en el que a través de las posibilidades del cine se recrea ese estado de tránsito o de teletransporte a otra instancia física; y en esta misma línea también se enmarca el final, en el que parece que las almas o la memoria inconclusa se reúnen con congoja mientras reviven de forma simbólica el trauma.
EAMI también se puede enmarcar en una nueva corriente de cine indigenista que funciona como forma de protesta en contra del legado colonial y de la rapacidad del capitalismo a la hora de transgredir los espacios naturales. Aunque cabe preguntarse ¿por qué en este caso (al igual que en otros) quien esta detrás de cámaras no pertenece a tales comunidades y, por el contrario, viene a ser más bien un representante de esa pequeña burguesía surgida de las relaciones coloniales? Pregunta que amerita quizás una crítica o por lo menos otros cuestionamientos: ¿este misticismo presente en la historia es de verdad el legado auténtico de tales comunidades? ¿o más bien es una nueva defensa de estereotipos de la alteridad marginal? Alteridad que permanece de nuevo en la distancia como una curiosidad, ¿o acaso la realizadora propende cambiar su modo de vida (o el del espectador) para adoptar los modos (o alguna cosmovisión) de los Ayoreo? Todo nos lleva a pensar que no, y lo mismo implica que la autora sigue presuponiendo la supremacía, o la superioridad de una visión, lo cual no es necesariamente malo, pero sí sugiere que más que la defensa de los Ayoreo lo que se desliza es una perspectiva romántica personal de paraíso perdido que está ahí en la distancia y al que nunca volveremos, porque en realidad no lo deseamos más que como marco de referencia o brújula moral de nuestros propios andares.