Mónica y Colate representan su propia historia de amor en una obra de teatro experimental, que combina diálogo, baile y monólogos. Están de gira por los Andes y no pretenden cobrar, sino realizar intercambios de alimentos y materias esenciales. Así, Meritxell Colell propone una reflexión que tiene como eje central tres conceptos: la crisis de una pareja, su viaje por tierras desconocidas y la modesta vida en los pueblos aborígenes por los que pasan. Lo más interesante es el modo en que los vértices de este triángulo interactúan entre sí: por una parte, la forma que tienen los actores de relacionarse con las personas autóctonas de los pueblos nos da una pista sobre su carácter; por otra, el tipo de espectáculo que ofrecen nos habla de su relación; y esta, a su vez, se ve condicionada por sus caracteres. Algo que vamos descubriendo gracias a las pistas que la directora barcelonesa va dejando por toda su película, en ocasiones muy obvias (las discusiones más explícitas) y en otras más sutiles (el hecho de que Colate acapare casi todas las conversaciones que deben mantener con su futuro público).
Centrándonos en el apartado formal, los espectadores presenciamos el viaje de la pareja en planos secuencia, acompañándolos en su intimidad y en su “intrusión” en la vida y costumbres de los habitantes de cada región. Todo está rodado con cámara en mano, muy cerca de los personajes, y es en los momentos de cotidianidad donde Colell consigue sus mejores resultados. Especialmente, en las escenas que Mónica comparte con los oriundos de cada espacio: en ellas puede palparse una gran sinceridad, tanto por las anécdotas que se cuentan (donde Mónica ve reflejada su propia experiencia) como en las actividades que realizan (como el simple acto de preparar una comida). Igual de estimulantes resultan los fragmentos de la función que Colell nos permite ver, sobre todo los bailes, ágilmente captados por una cámara en movimiento que nos invita a danzar con los protagonistas. Finalmente, las imágenes rodadas en Super 8 (con las que la directora sugiere el viaje introspectivo de Mónica) son la guinda del pastel para el carácter sensorial que se propone dar a todo su trabajo.
Y es que, sin ir más lejos, la incomodidad crónica en la que vive instalada la pareja se palpa por medios mucho más sensoriales que intelectuales: sus expresiones, el subtexto de lo que se dicen, el contacto físico que mantienen (o que no mantienen)… y es también por medios sensoriales que apreciamos la naturalidad con la que Mónica se mueve por los espacios que visitan, contrapuesta al carácter algo impostado que Colate no puede evitar adoptar cuando se dirige a los habitantes del mismo. Es este contraste de compatibilidades el que mejor define las personalidades de cada personaje y el modo en que condiciona (negativamente) su relación. Por una parte, tenemos la cuestión de los (marchitos) roles de género: Colate se hace con el discurso de la compañía, marcando el tempo y las cuestiones a negociar, como también se encarga de montar y gestionar el espacio escénico; mientras que Mónica interactúa con los habitantes de los pueblos, los escucha y ayuda a preparar las comidas. Por otra, tenemos la posición que ocupa cada uno en la relación: él, atrapado en el resentimiento; ella, perdida en una búsqueda identitaria que, al parecer, confunde con un proyecto de pareja que tampoco le entusiasma demasiado.
En resumen, el trabajo de Colell es un viaje que oscila entre lo tangible (su gira por los Andes) y lo sensorial (su evolución como pareja —y como personas—), en el que descubrimos la vida de dos actores que no consiguen separarse a pesar de la toxicidad de su relación. Una suerte de metáfora de buena parte de la población occidental, aquí representada en clave poética y descrita con una precisión casi quirúrgica gracias a la distancia observacional que ofrecen las vidas de los habitantes de los interesantísimos pueblos de los Andes.