Varios años en el terreno del cortometraje y el documental es un bagaje más que suficiente para encauzar un largo como Dunderland, y es que a un primerizo que debuta sin más porque ha tenido la suerte de entrar en el largometraje de buenas a primeras, es más difícil hacerle achaques sobre un tono o estilismo que es realmente complicado alcanzar en un film inicial. Sin embargo, cuando llevas años labrándote un camino lo mínimo que puede esperar el espectador es encontrarse ante un trabajo que ofrezca señas y de auténtica muestra de una personalidad que debe verse reflejada en pantalla.
No obstante, y pese a poseer todos los ingredientes para construir una historia en la que el factor psicológico jugase en su favor aprovechando todo ese halo de leyendas sobre brujería y hechizos, Rognan y J. Nesse intentan algo que nunca logran alcanzar, uno de esos relatos de terror esotéricos donde la transformación de su protagonista sea el enclave principal de una cinta que fracasa en lo primordial, por no saber definir los lindes de un personaje del que se dejan entrever detalles de lo más interesantes (la construcción del guión, esos planos que nos llevan de Laura a la máquina de escribir, etc.), pero no los suficientes condicionantes como para llegar a una evolución que se termina intuyendo (no por la sutileza, sino por los actos en sí), más que verse reflejada en pantalla.
Pasamos pues, de lo que se presuponía un film de terror psicológico que parecía ir a hilvanar con perspicacia todos esos temas sugeridos (la historia inicial, las apariciones ante alguno de los personajes, el halo de misterio que rodea el poblado de Dunderland…) a una cinta que parece rescatar retales de aquí y allí (partes de su trama podrían vincularse perfectamente con El resplandor —incluso el arma homicida encaja—), pero nunca consigue suscitar mucho más allá del propio drama y misterio implícitos en una narración que en casi ningún momento obtiene el suficiente apoyo desde la dirección.
Lo apagado de su fotografía, que no sabe aprovechar la virtud de tener ante sí paisajes tan imponentes, se une a una propuesta más bien plana donde los intentos de fomentar algún tipo de horror (ya sea visual o sugerido) no funcionan prácticamente en ningún momento, pues a su ineficacia por intentar huir de una visceralidad en la que se podría haber caído con facilidad, se le une una puesta en escena tirando a pobre, que en contadas ocasiones juega con los elementos adecuados (y esas contadas ocasiones, reincide volviendo a ellos como si no hubiera lugar para más), y un trabajo en el apartado sonoro cuyas aportaciones son más bien fútiles.
Donde si aciertan la pareja de noruegos es en el hecho de intentar construir ese horror psicológico desde una vertiente más sutil, en el que se huye de las secuencias que podrían resultar más explícitas sin demasiada maña (porque no decirlo, la labor a nivel de montaje en ese aspecto resulta ínfima) y se sabe conjugar ese terror perfectamente con su vertiente más sobrenatural recurriendo a escenas que, si bien pecan de tópicas, como mínimo siguen la única senda que, intentando configurar un tono, parece llevar a alguna parte.
En ese aspecto, Dunderland no encuentra apoyo en una atmósfera inexistente y una ambientación que solo parece funcionar en su prólogo (y, básicamente, por el hecho de estar contextualizada en una época concreta), por lo que termina resultando un decepcionante ejercicio de género cuyo mayor ‹handicap› es el de contar con dos cineastas que no saben llevar a buen puerto una historia que, pese a ser sencilla, daba para más. Así pues, el film noruego termina hundiéndose en el peor terreno donde se puede hundir una película: el de la nada, aquel que no suscita sensación o emoción alguna pero, al mismo tiempo, ni siquiera consigue poner al público en su contra de un modo evidente, solo bordeando el ridículo en un par de secuencias que, más que eso, parecen un simple ‹sketch› de televisión.
Larga vida a la nueva carne.