No se puede decir que El Verano de Cody (Driveways) sea uno de esos films que, en la búsqueda de la intimidad y la emoción discreta, descuiden su cinematografía por intentar despertar una empatía lacrimógena facilona. Al contrario, uno de los grandes méritos del filme de Andrew Ahn es el saber tomarse su tiempo (quizás incluso demasiado) en dibujar el marco y personajes en desarrollo, sin renunciar incluso a una cierta antipatía inicial. Un recurso que, como veremos, puede generar un distanciamiento de entrada pero que funciona como excelente punto de partida para la evolución de sus personajes y su vinculación sentimental con el espectador.
Porque no nos engañemos, estamos ante un filme franco en su intención de transmitir. No se trata tan solo de narrar una historia, sino que esta imparta lecciones sin caer, eso sí, en ese tono discursivo aleccionador y moralista que puede acabar por lastrar la intencionalidad primera. Cierto es que a veces el foco se centra tanto en las relaciones humanas que algunos aspectos del guion quedan relegados a incógnitas sin resolver. Sin embargo, esto se antoja ‹pecata minuta› al lado de lo conseguido.
Y es que Driveways es capaz de hablar de diversos temas de forma sutil y delicada. Bajo el manto de una relación intergeneracional entre un niño y un hombre de avanzada edad aparecen, en forma de subtextos subsidiaros, pero igualmente relevantes, comentarios sobre la soledad, el abandono y el racismo en su forma más rutinaria y por tanto más aparentemente inofensiva por su baja intensidad.
Situada en un espacio y un marco temporal (verano) que casi parece congelado, se nos quiere mostrar el contraste entre lo que viene a ser un ‹happy place› inmaculado y los dramas que se desarrollan intramuros. Pequeñas tragedias íntimas, que pueden pasar inadvertidas pero que, como una gota malaya, mellan el ánimo hasta convertir esa aparente paz en un simple cementerio de la alegría humana.
Cierto es que ese tono mortuorio termina por contagiar al metraje haciéndolo un tanto árido por su ritmo moroso. Un tránsito por esta zona de nadie que acaba por tener su recompensa emocional sin necesitar grandes revelaciones ni redenciones de carácter épico. Basta simplemente con la sinceridad a la hora de transmitir verdad entre personajes haciéndoles transmisores no solo de dolor sino de aquello que le falta al otro.
La compañía se convierte pues en el eje fundamental de Driveways, reflejando esa necesidad humana de consuelo en el otro y, de esta manera, superar las diferencias de edad, género, raza o clase social. Un asunto de especial relevancia en estos tiempos que corren de aislamiento (aunque sea forzado) y distancia social.
Quizás no estemos ante una película que deje un poso inmediato dando la sensación de producto bienintencionado, pero algo inane. No obstante, cabe destacar el gran trabajo en la dirección de actores, dotándoles de una gama de emociones casi imperceptibles en cuanto a una gestualidad austera pero veraz. Un trabajo que consigue así la fluidez necesaria para entender aquello que se nos quiere transmitir y consiguiendo un impacto limitado de entrada pero que reverbera más y más en nuestra memoria a medida que la recordamos.