Un coche averiado en mitad de la nada y un francotirador. Poco más necesita Ryûhei Kitamura en otra nueva aportación desde los ‹States› —la tercera, para ser exactos, tras Midnight Meat Train y No One Lives— donde vuelve a demostrar que lo suyo es juguetear con las constantes de un género en el cual para el nipón todo parece valer. No hay posibilidad de afrontar un ejercicio sin esa distensión que lleva al autor de Versus a propiciar que cualquier pequeño desbarre no sea sino otra muesca más en su particular cuenta, como si conducir escenas esperpénticas no fuese más que un reto por llevárselas a su terreno, ese en el cual sanguinolencia y violencia copan gran parte de las expectativas de quien se pone ante un film del nipón.
Pero no pensemos que por aludir a esas constantes que en no pocas ocasiones contrarrestan las virtudes de un film —ya sea por su falta de motivos o por ganas de epatar—, Downrange se sitúa solo en esa zona de confort a la que apuntan no pocos cineastas para refrendar la condición de un género con muchas más aristas. Más bien al contrario, y tras el estallido inicial —esperado después del prólogo, que se termina extendiendo algo más de lo esperado—, Kitamura busca una tensión coartada por el propio devenir de la situación. El juego que propone ese individuo atenazando los protagonistas en un lugar y momento concretos, permite hallar vías alternativas para continuar recreándose a través de esos personajes que, sin dejar de ser ciertamente tópicos —aunque bien trazados—, siguen aportando soluciones a uno de esos relatos donde lo más fácil sería abrazar sin tregua el desbarre —algo que, en alguna que otra ocasión y con acierto, tampoco evita el libreto— hasta desmontar una propuesta tantas veces vista que aquello que precisamente requiere es lo que Downrange otorga: despreocupación y divertimento.
Con una galería de personajes que no necesitan grandes alardes en su presentación, y a los que se termina encontrando el ya habitual filón dramático —no sin algún momento marcadamente irónico—, la ecuación está servida. A partir de entonces, ya sólo vale llegar al final del trayecto y, si para ello es necesario poner en práctica las ideas más disparatadas, ahí está Kitamura para sacarles el jugo posible: el dinamismo, la mala baba e incluso una incertidumbre que a ratos secan el ambiente son los puntales de una cinta que no escatima en recursos para transmitir al espectador el disfrute que se deduce de la propuesta en sí.
Downrange apela de este modo a la sensibilidad del espectador de género. En efecto, aquella que celebra pasar un mal rato pegado a la butaca y aplaude los momentos más tensos y gamberros, haciendo del exceso de vísceras y sangre un pequeño resguardo a través del cual desconectar y festejar el horror tal como se siente que lo hace su propio director. Una pequeña oda, en definitiva, a aquello que mantiene en ocasiones viva esa pulsión por continuar gozando de pequeñas propuestas que, con poco, logran más de lo esperado, y Downrange lo hace especialmente en un último acto pasadísimo de rosca donde encontrar su esencia y seguir jaleando el desvarío no es sino otra forma de expresión ineludible para comprender el anverso de un género concebido tanto para pasarlo mal, como para recrearse hasta las últimas consecuencias.
Larga vida a la nueva carne.