Del relato biográfico al puramente ficcionado, Martin Provost siempre ha enarbolado su cine en torno a universos femeninos. Una particularidad que se extiende a su nuevo trabajo, pero que bien podría no hacerlo en esta Dos mujeres —traducción del original, Sage femme, o partera, que sería su translación al castellano—. Y es que si algo caracteriza el trabajo desarrollado por el cineasta francés en su último film es el hecho de trasladarnos a una crónica perfectamente universal, tratando así a sus personajes con una sensibilidad especial no tanto por su género como por una condición que se establece como piedra angular de un trabajo donde sí destacan sus aportaciones en clave femenina, con Catherine Frot y Catherine Deneuve como absolutas protagonistas.
El autor de Seraphine nos presenta en Dos mujeres a Claire, una partera que posee absoluta devoción por su trabajo y se deleita con placeres mundanos como cuidar su huerto, donde conocerá a Paul, con el que entablará una relación a posteriori, y en el que su hijo Simon le revelará estar esperando un hijo; y a Béatrice, jugadora, bebedora y fumadora empedernida cuyo estilo de vida no sólo choca con el de Claire, sino también con el diagnóstico que se le ha realizado de un cáncer, que debería apartarla de todos esos vicios. Dos mujeres, como decía, de visiones aparentemente opuestas, que se unirán en un escenario del que el espectador irá desgranando poco a poco los distintos elementos que lo componen, y que llevarán a forjar un vínculo necesario al manifestar un contraste que sin embargo se diluye en una identificación enlazada con sus nexos maternos. Un tema al que Provost hace alusión cada vez que se nombra a la madre de Claire, y se desliza una nula relación quizá propiciada por otros aspectos, pero sin duda fortalecida en una desafección en la que se refleja a la perfección Béatrice, que encontrará de ese modo en Claire el único resquicio en que apoyarse ante un tramo final del periplo vital que no quiere abandonar; ante todo, pues, Béatrice es una niña atrapada en el cuerpo de una mujer, algo que deja entrever en su comportamiento caprichoso, y que irá mitigando en medida de lo que pueda la protagonista.
Dos mujeres es, en la descripción de esos personajes, y en la consecución de sus momentos y escenas como comprensión de un todo, una cinta decididamente francesa, y es que en la forma de confabular los distintos episodios que van dando forma al esqueleto central, como los diálogos a través de los que desentrañar las relaciones que se van sucediendo entre sus personajes, que aparecen y desaparecen no sin una motivación específica, Provost compone un film que se despliega mediante sensaciones, combinando a la perfección tanto instantes íntimos —la contraposición de esa escena en que Deneuve permanece al lado del huerto y, de repente, llega Paul con su camión, es un buen ejemplo— como pequeñas explosiones que moldean a la perfección el tono. Con Dos mujeres nos encontramos, por tanto, ante un film tan pequeño como bello, que logra en esa citada intimidad componer uno de esos mosaicos en los que es tan fácil perderse, pero que ante todo descubren una direccionalidad y unos espacios que revela en el cine de Provost algo mucho mayor de lo que parece, por más que en su modestia y en lo terrenal de su relato nos encontremos con una obra a la que parece tan fácil acceder como encontrar matices que la enriquecen.
Larga vida a la nueva carne.