Richard Linklater es un autor discreto. Sus películas se infiltran entre las tendencias, algunas para dejar imprenta, otras para disolverse con rapidez. En cualquier caso, el impacto que producen no se debe a ningún estímulo publicitario: siempre es fruto de su recepción en las salas (ya sea en festivales o en el marco público). Otra cosa destacable del director es que no repite fórmulas. Cada uno de sus éxitos debe el buen resultado a su propia (y heterogénea) personalidad. Ello no impide que trabajos tan ambiciosos como Boyhood o la famosa trilogía Antes del (dos proyectos desarrollados a lo largo de varios años) gocen de una elegante uniformidad. Como otros directores independientes, su carrera cuenta con puntuales incursiones en los pasillos hollywoodienses. Pero curiosamente, y a diferencia de casos como Steven Soderbergh o Gus van Sant, sus mayores éxitos siempre los encontramos en el apartado alternativo. Este es, a mi entender, el resumen del “estilo Linklater”: un director que no se casa con las modas pero tampoco se queda atrás, que no es repetitivo pero se le reconoce, que no destaca pero de vez en cuando emociona, que en ocasiones es correcto, en otras regular y muy de vez en cuando, desastroso y excelente. En resumen, Richard Linklater es un autor discreto.
El título que nos ocupa es una adaptación de la novela homónima de Maria Semple. No termino de decidirme sobre dónde situarlo, si en el sector de los encargos o en el de títulos personales. Su origen me invita a decantarme hacia lo primero, pero su meticulosa planificación y la dirección de actores casi parecen indicar lo segundo. Por otra parte, los conflictos y contradicciones de los protagonistas son fácilmente reconocibles en la filmografía del director, pero su situación indisimuladamente adinerada queda muy lejos de los entrañables micro-mundos radiografiados en Slacker, Tape o Boyhood. A título personal, a ratos siento una entrañable identificación con todos ellos y a ratos observo los acontecimientos desde la indiferencia. Como una pequeña balanza de declinación variable. En cualquier caso, Dónde estás, Bernadette contiene, al menos, dos elementos reivindicables. El primero es la humanidad de sus personajes, retratados desde la distancia, dejando abierta la posibilidad de simpatizar o discrepar con cualquiera de ellos. De ahí la efectividad de escenas tan bien resueltas como la discusión entre Bernadette y su vecina Audrey (en donde ambas partes exponen sólidos argumentos) o la pelea “tragicómica” entre la misma Bernadette y su marido, este respaldado (como si de un chiste se tratara) por su compañera de trabajo, una psiquiatra y un agente del FBI.
El segundo es el dinamismo. Si algo podemos afirmar con rotundidad sobre esta película es que la pesadez no está entre sus defectos. La sutil fotografía de Shane F. Kelly y la coqueta banda sonora de Graham Reynolds ayudan a que montaje y planificación interaccionen orgánicamente. El tono desenfadado de los diálogos también tiene su parte de culpa. En este sentido, estamos ante una película de carácter absolutamente ligero. A ratos demasiado. Este es, de hecho, su principal defecto. La escasa elaboración en la resolución de algunos conflictos conduce el trabajo a un tercer acto que roza la precariedad. El abuso de elipsis y el uso exagerado de la música decantan el producto hacia lo lacrimógeno, tendencia que Linklater había logrado esquivar hasta entonces. Esto no desmerece los aciertos mencionados, pero sí ayuda a que la balanza se decline un poco hacia el lado de la indiferencia. En resumen, estamos ante una película interesante a ratos, con pequeños destellos de brillantez, algún momento de vergüenza ajena y que se consume con poca más rapidez de la que se olvida. Una película, en definitiva, que comparte muchos rasgos con la carrera de su director: Dónde estás, Bernadette es, podría decirse, una película discreta.
Gracias por tus meticulosas valoraciones de las películas.