Molière, Espronceda y la seducción
El lado oculto de un espejo completamente roto y, por tanto, dañino, eso es lo que filma con verdadero prodigio Serge Bozon en Don Juan, adaptación, o reinterpretación, del galán clásico que ha inspirado, entre otros muchos escritores, a Molière, Espronceda, Lord Byron y Zorrilla, y que se proyectó fuera de competición en el Festival de Cannes de 2022.
Laurent (Tahar Rahim) es una reencarnación moderna del sempiterno Don Juan, un mujeriego empedernido incapaz de dormir en la misma cama, o con la misma persona, dos noches seguidas, un actor alérgico a la palabra compromiso y a todos sus sinónimos, un maestro de un tipo de seducción anclada en otro siglo. Lo paradójico aquí es que en todas las mujeres con las que se acuesta ve la cara de su ex pareja, Julie (Virginie Efira), que le abandonó tiempo atrás sin darle ningún tipo de explicaciones, abriéndole, por tanto, una herida emocional igual de profunda que las que él dejaba en sus amantes, dándole un baño de realidad tan crudo como necesario, ahogándole en la charca de ego que alimentaba de forma obsesiva. Así, el día que, interpretando, precisamente, la obra de Molière, coincida en el escenario con ella, la oportunidad de redimirse se le presentará como un beso de luz en mitad de la desquiciada oscuridad en la que vive.
«Y huyó la noche y con la noche huían
sus sombras y quiméricas mujeres,
y a su silencio y calma sucedían
el bullicio y rumor de los talleres;
y a su trabajo y a su afán volvían
los hombres y a sus frívolos placeres,
algunos hoy volviendo a su faena
de zozobra y temor el alma llena,
que era pública voz que llanto arranca
del pecho pecador y empedernido,
que en forma de mujer y en una blanca
túnica misteriosa revestido,
¡aquella noche el diablo a Salamanca
había, en fin, por Montemar venido!»
Estos versos con los que Espronceda cierra El estudiante de Salamanca, describen a la perfección el final del Don Juan de Bozon. Y no es de extrañar, puesto que Félix de Montemar y Laurent son, en esencia, el mismo personaje. Los matices y la época en la que transcurre cada narración son, por tanto, los elementos que aportan un valor mínimamente diferencial, aunque siempre tangencial, a la clásica historia del seductor que termina quemado en la hoguera de sus propias vanidades.
Aquí, la novedad no es otra que leer al personaje con unos ojos propios del siglo XXI: las técnicas de seducción del galán atrevido que más que ligar caza, se habían perpetuado de obra en obra, de autor en autor, sin llegar a ser cuestionadas realmente, sin que aquellas frases, actitudes y formas de ser que tanto éxito tenían hace cien o doscientos años suscitasen un mínimo de extrañamiento en, por ejemplo, los responsables de las comedias románticas recientes que utilizan este estereotipo. Dicho de otra forma, Bozon pone de manifiesto cómo la cultura contemporánea ha metabolizado el mito del don Juan sin haber reparado en su núcleo eminentemente machista, perpetuando, por tanto, unos roles de género opresivos y arcaicos. El director hace así una relectura crítica del mito insertando al personaje en el presente y dejando que sea él mismo quien se dé cuenta de su propia obsolescencia. El protagonista, por tanto, va de rechazo en rechazo hasta darse cuenta de que su actitud galán resultada bastante desagradable, hasta chocarse con el ladrillo consistente de la realidad.
Propone la película ideas tan interesantes como la de regalarle al personaje una obsesión con su ex-novia que le impide disfrutar realmente de la vida, deleitarse, como hacía antes, al sentirse deseado por todas las mujeres a las que conoce; como la de hacer que el protagonista, Don Juan moderno, reflexione sobre el arquetipo de Don Juan mientras protagoniza la obra de Molière del mismo título; como la de otorgarle al bueno de Laurent la virtud del vacío, de la conciencia del vacío, para que sus relaciones sexuales tengan lugar bajo una sábana de orfandad, de necesidad de cariño, de profundo desamparo. Y así… hasta donde el espectador esté dispuesto a leer, porque la cinta está llena de detalles tan significativos como brillantes que no hacen sino llenar la pantalla de ideas que bien merecen, como mínimo, una reflexión.
La puesta en escena de Bozon encuentra en su milimétrica planificación, en su sensual estilización de la imagen, en sus sugerentes elipsis, en sus fugas musicales, la simetría propia de la perfección. Tahar Rahim y Virginie Efira están tan contenidos como emocionantes, a la altura de lo que se espera de ellos. Y así las cosas, este brillante viaje al lado oscuro del espejo, esta nueva lectura de, en palabras de Espronceda, la noche en la que el diablo fue a por Montemar, vale, y mucho, la pena.