Consciente de su emergencia y posicionamiento en las primeras filas del cine comercial estadounidense, siendo reclamado por directores de intachable renombre y categoría, el avezado actor Joseph Gordon-Levitt ha creado Don Jon a su imagen y semejanza del momento tan lúcido que le está tocando vivir. Con su firma, de igual modo, en el guión y en la dirección, se perciben en él unas claras directrices procedimentales que bien podrían atribuirse a sus orígenes interpretativos en el panorama del cine independiente americano.
Podrían señalarse, sin miedo al error, a Gregg Araki y Rian Johnson como las influencias creativas más salientes que presenta Gordon-Levitt en la concepción visual de Don Jon, donde apuesta por un estilo seco y áspero, de distanciada empatía, que provoca fascinación y rechazo, según lo requiera la situación, a golpe de imprevisible y espontáneo revés. Así mismo, turba las emociones a través de su recurrente concisión y de la explicitud de una sordidez más temática que expositiva.
Su gran riesgo, a mi juicio, lo deriva en la traslación, del texto a la imagen, de ese estado de ánimo apático y socarrón que pretende transmitir. Su estilo de filmación es pretendidamente reiterativo y minimalista, plagado de situaciones obvias y lugares comunes que se repiten y escanean como folios idénticos que salen de una impresora. Esto, unido a su insospechada y cínica reflexión religiosa como bastión (in)justificador de nuestros hábitos y estilos de vida, se revela como una hoja de doble filo: generar estatismo utilizando el estatismo. El resultado transmite el desánimo pretendido pero lo hace por la vía de la sencillez y la limitación formal.
Estas percepciones se potencian principalmente en el guión, que resulta, contra todo pronóstico proviniendo de un tipo con semblante de pícaro, escaso y muy ajustado, tanto en su línea temática como narrativa. A pesar de describir a unos personajes de naturaleza acartonada y unidimensional, hay muchas formas de que su descripción resulte inteligente. Bien a través de un narrador puntillista, de una puesta en escena alterada y rupturita o de un montaje sensitivo. Pero en Don Jon, ninguno de estos tres elementos consigue brillar especialmente. Sobre todo en lo referido a su montaje, que prefiere no tener en cuenta el respeto al código de tiempo y su estructura interna, y se nos presenta en todo momento con una temporalidad sesgada y arbitraria, al estilo posmoderno de videoclip, en sus transiciones entre la calma y el impacto brutal de sobreexposición pornográfica.
Algo más de fortuna se lleva el trabajo de casi todo su reparto, felizmente lúcido y muy acertado a la hora de compartir la representación de lo estrambótico de lo cotidiano, asegurándose de un espacio para la distinción y confección individualizada de cada uno de los caracteres. De entre ellos, Scarlett Johansson se lleva la mejor parte. A pesar de ello, en líneas generales, la descripción protagonista de Don Jon se eclipsa sobre cualquier otra, convirtiendo al resto de personajes, por momentos, en secundarias marionetas a su servicio. Esta es, sin duda, su línea más frustrante. El personaje que da vida Julianne Moore obtiene una especial relevancia en la segunda mitad de la película, pero la débil construcción de su sufriente composición hace que se desinfle la garra que se podría haber obtenido con ella.
La película, pese a todo, conserva la frescura y la amabilidad que caracterizan la imagen pública de su creador y, por extensión, se percibe más cercana a sus deseos expositivos que a un afán por compartir un reflejo crítico y sentencioso de las vidas puerilmente artificiosas. Aunque, visto desde otro prisma, si tomamos por buena la fusión entre la ejecución de sus formas y el resultado que provocan estas, la conmoción es inapelable.