Una cita de Lance Armstrong abre esta ópera prima proponiendo el baño como el lugar más importante en el espacio doméstico de un ciclista. Acto seguido, una bici estática invade ese mismo espacio advirtiéndonos que el título del primer largometraje de Adam Sedlák posee más sentido del que se podría deducir en un principio. Y es que a partir de ese momento, apenas habrá nuevos escenarios para Roman, ciclista de profesión, y su mujer Charlotte; una pareja que disfruta de una relación sana, cuya vida sexual se antoja común, y cuyas intenciones de formar una familia convergen perfectamente con el ambiente que retrata el checo en un primer acto que, sin embargo, ya contempla una disyuntiva: la obsesión de Roman en torno a una carrera que ambiciona despegar en algún momento, y en la que vuelca sus esfuerzos día tras día, entrenando tanto en el interior de su hogar, como en las pistas de preparación a las que acude de vez en cuando.
El empeño del protagonista es descrito por Sedlák haciendo hincapié en un uso del sonido que define con trazo firme marcos dispares: aquel en el que Roman se expone en un ámbito que le absorbe cada vez más, y el que comparte con su mujer, cuyo nexo es descrito con tenacidad, generando una ambivalencia que al fin y al cabo existe, pero que no parece afectar ni mucho menos al día a día de la pareja. La perspectiva de Roman se tornará, no obstante, aún más intrusiva para con el espacio común cuando reciba órdenes de realizar un entrenamiento específico durante varios meses, llegando incluso a instalar una carpa de oxígeno en su propia cama para intensificar el trabajo efectuado. A partir de esa situación, Sedlák se dirige hacia ambientes opresivos que derivan en más de una ocasión en la irrealidad de un tono que ocupa primeramente la habitación donde descansan, para más tarde atacar una convivencia que parece ir diluyendo gradualmente a los habitantes de esa casa, hasta convertir sus actos en una respuesta totalmente mecánica —especialmente, los de él—.
Domestik propone así un ejercicio que se sumerge soslayadamente en un terreno psicológico y es descrito de una forma en cierto modo terrorífica desde lo cotidiano. El debutante apuntala todo ese trabajo a través de la transformación de los escenarios, sugiriendo con juegos focales una distancia que degenera en una especie de proceso de deshumanización —algo que contrasta sobre todo en esa secuencia donde ambos personajes se comunican a través de la tela de la carpa de oxígeno—. El instinto es lo único que parece permanecer en un vínculo que, con sus altibajos, encuentra nuevas vías de escape en las que huir del ahogo alimentado por la obstinación de Roman; sin embargo, esas situaciones que vuelven a lo común, a lo ordinario, no hacen más que continuar desdibujando un panorama en el que la oscuridad termina jerarquizándolo todo. Una decisión, la de buscar en la explicitación de ciertos contextos aquello que había quedado marcado en algunas situaciones, acompañándolo además por algún que otro diálogo forzado —como ese de las atletas y sus embarazos—, que no hace sino cargar las tintas y transformar un tercer acto providencial en algo excesivamente manido, impostado. Pese a todo, Domestik se percibe como una interesante ópera prima en la que Sedlák demuestra un talento visual fuera de toda duda, además de un trabajo conceptual a través de la imagen que permiten otorgar la visión de un cineasta que, si bien debe pulir ciertos aspectos, conoce cómo transitar terrenos cada vez más impracticables (por revisitados), otorgando además una particular parábola acerca de un mundo que pocas veces obtiene tal reflejo en pantalla.
Larga vida a la nueva carne.