Pese a sus no pocas virtudes, Dog Pound se nos aparece finalmente como una oportunidad perdida, pues su logrado hiperrealismo y la incómoda dureza de sus imágenes vuelven a estar al servicio de un cine carcelario fuertemente codificado, dominado por el abuso de clichés, el maniqueísmo y un ímpetu de denuncia que, ocasionalmente (y debido a la propia rabia acumulada), hace perder pie a la narración, haciéndola tropezar con efectismos, golpes bajos y otros excesos que restan elegancia a una película cuya dramaturgia había estado generalmente marcada por un reconfortante sentido de la mesura y un tacto considerable en la descripción de sus personajes principales. ¿Es una cuestión de desconfianza? Da la impresión de que Chapiron necesita remarcar tanto las conclusiones (pesimistas) a las que ha llegado en su estudio sobre la delincuencia juvenil y el modo en que ésta se combate en los correccionales, que ha descuidado demasiado la sutileza con la que una historia así debía haberse manejado. Ahí está el ejemplo de Si quiero silbar, silbo, por utilizar un referente cercano: un cine seco y duro como el granito, pero en cuyo interior latía una sensibilidad muy acusada a la hora de explorar la psique adolescente en un ambiente hostil y represivo.
Chapiron, como el rumano Florian Serban, sabe sacar un extraordinario provecho de un reparto joven y desconocido, así como retratar con veracidad apabullante ese clima de violencia y peligro que reina en el correccional, pero le pierden los lugares comunes. Es una película sobrevolada por una omnipresente sensación de amenaza, en la que, no obstante, también hay lugar para la confección de poderosos vínculos de amistad, pequeños espacios de humanidad en los que germina algo parecido a la esperanza. En toda esta parte está concentrado lo mejor de la película, con Chapiron ahondando poco a poco en las interioridades de sus criaturas, en sus anhelos y frustraciones, retratando también la importancia de la jerarquía en una microsociedad determinada en gran medida por la ley del más fuerte. Lamentablemente, la sutileza se va diluyendo conforme la narración se esquematiza, tirando de personajes unidimensionales o recurriendo a imágenes y estrategias narrativas que son moneda común en este tipo de cine, restando, con ello, eficacia y personalidad a la propuesta. Es entonces cuando su director deja más a la vista las propias debilidades de su película: falta verdadera penetración psicológica y sobran tópicos encaminados casi exclusivamente a satisfacer el ánimo de denuncia que rige la obra, cuya pertinencia no discuto.
Si en un documental tan espeluznante como Solos entre cuatro paredes, la alemana Alexandra Westmeir se aproximó al corazón de sus jóvenes delincuentes con un tacto exquisito y logró aislar sus miedos e inspeccionar la plausibilidad (o no) de sus sueños de juventud en un presente marcado por el aislamiento y la ausencia de libertad, en Dog Pound queda muy patente que el futuro es siempre negro y que la violencia no se neutraliza con más violencia. Chapiron hace bien su trabajo retratando la distancia existente entre funcionarios y reclusos (pese a ocupar un mismo espacio de convivencia), pero subraya en exceso las dificultades de comunicación que existen entre ambos grupos y la falta de control y comprensión que acaba desembocando, previa negación de ayuda, en el arrebato de violencia del final del filme. Es puro cine social, en tanto que habla de las dificultades de la sociedad a la hora de encauzar a jóvenes que, por X o por Y, acabaron extraviando el camino, pero el fatalismo que domina su narración está excesivamente delineado, abocando la narración a la previsibilidad, especialmente en un tramo final donde se cargan demasiado las tintas en la tragedia.
No obstante, el golpe de Dog Pound resulta difícil de esquivar. Por una parte, porque su reparto transmite con mucha credibilidad la rabia y el dolor que experimentan los personajes a los que interpretan con tanta entrega y convicción; por otra, porque Chapiron es muy hábil a la hora de narrar con contundencia y pasión una historia que quizás ya hemos visto antes, pero no muchas veces contada con tanto realismo y eficacia. Poco importa si su demoledor plano final (que casi parece una cita cifrada al de Leatherface tras su primera aparición en La matanza de Texas, así de terrorífico es) resulta demasiado estudiado, pues su valor está más en lo que logra sugerir: 1) que lo que ocurre en el correccional, se queda en el correccional; 2) que el correccional es un universo cerrado y violento completamente desconectado de la realidad y regido por sus propias normas. Ambas posibilidades son deprimentes y certifican la eficacia de su director a la hora de lanzar un grito de alarma hacia el modo en que el Estado gestiona la problemática de la delincuencia juvenil. Y, aunque sólo fuera por esto, Dog Pound ya merecería un pequeño hueco en el subgénero del cine carcelario (sección “jóvenes descarriados”, evidentemente).