Shôhei Imamura fue uno de los cineastas más inteligentes e incisivos de la historia del cine japonés. A través de un enfoque muy peculiar e irónico, el autor de La mujer insecto no solo se elevó como uno de los nombres imperecederos que marcaron el ritmo de aquello que se denominó Nueva Ola del cine japonés, sino que igualmente cinceló una carrera marcada siempre por un tono crítico y de denuncia social adquirido merced a la puesta en práctica de un lenguaje que no hacía ascos a aplicar ciertos ingredientes de perversión y sordidez, siempre bajo el paraguas del empleo de un humor muy negro y refrescante. Un estilo lascivo y retorcido rubricado con la inserción en sus historias de una galería de personajes absolutamente desequilibrados que aspiraban la esencia de esa sociedad japonesa de posguerra desquiciada por esa pérdida de valores ancestrales para abrazar una nueva corriente desconocida poseedora de perversas consecuencias para el mantenimiento del equilibrio mental del ciudadano medio japonés cuya decencia, reflexión y dignidad habían perdido terreno en favor de la avaricia, la total falta de escrúpulos y la ambición desmedida originaria de occidente.
Y es que si ustedes muestran cierto interés en estudiar la evolución de la sociedad japonesa a lo largo de la última mitad del siglo XX no existe mejor manual de análisis socio-cultural que contemplar la obra de este genio del séptimo arte japonés que inició sus primeros pasos en este complejo mundo de la mano del maestro Yasujiro Ozu, de quien Imamura paulatinamente fue alejándose a medida que empezó a tomar conciencia del cine que deseaba realizar a raíz de su encuentro con el que a la postre fue su mentor y referente Yuzo Kawashima. Pese a este desencuentro, el cine de Imamura comparte con el del autor de Cuentos de Tokio esa obsesión por radiografiar las consecuencias de los cambios sociales padecidos por Japón tras la II Guerra Mundial que trajeron como resultado la pérdida de la hegemonía del país del Sol Naciente en el Extremo Oriente, lo que llevó a una nación orgullosa de su pasado a venderse al mejor postor para poder resurgir de sus cenizas y ruinas de posguerra.
Por ello, la guerra y sus tenebrosas secuelas fueron el principal argumento desarrollado por Imamura en sus películas más aclamadas. Una guerra que en lugar de ser mostrada en primera persona, como un personaje más de la historia presente pues en cada rincón de montaje observado de forma fácilmente perceptible, adquiere la forma de un espectro invisible cuya semblanza se oculta en una atmósfera opresiva y enfermiza martirizando así, como una bacteria inmune a cualquier antídoto, a unos personajes desesperados e infelices atrapados pues en una espiral de depravación y miseria incompatible con la quietud y la existencia dichosa.
En este sentido las obras situadas al final de la carrera del maestro dan mucha importancia a la presencia de esas heridas no cicatrizadas en unos personajes afectados por un profundo vacío existencial, asentando asimismo la localización escénica de las tramas melodramáticas de las mismas en contextos golpeados por la guerra. Este es el caso de la penúltima película en solitario dirigida por el maestro: Doctor Akagi. Imamura se instalará en el Japón de 1945. Un país que aunque es conocedor de su inminente derrota, sigue batallando hasta desangrarse movido por un irracional código de honor adquirido de los antiguos samurais. De esta atmósfera impregnada de un áspero sabor a fracaso, asomará un humilde médico rural embutido siempre en un elegante traje blanco y un llamativo sombrero de paja llamado Doctor Akagi, al que los lugareños etiquetan con cierta sorna como Doctor Hígado merced a la obsesión que persigue al galeno en relación con una epidemia de hepatitis, causada por la falta de alimentos y recursos que ha asolado la isla que mora. Akagi es un médico hecho a la vieja usanza que lleva por bandera su slogan que reza «En la vida de un médico lo que importa son las piernas. Si a uno se le rompe una deberá correr con la otra. Si se le rompen ambas, deberá correr con los brazos».
De este modo, siempre corriendo de casa en casa de cada uno de sus pacientes, Akagi será testigo de la decadencia de su país, mermado por los bombardeos norteamericanos —la cinta arrancará mostrando a unos pilotos americanos bombardeando la isla que habita Akagi, optando Imamura por iniciar su obra con una secuencia tan bizarra como simbólica— y por la desaparición de unos jóvenes que son enviados a morir al frente por la gracia del Emperador, entre los que se halla su propio hijo también médico.
Ante este panorama desolador y siendo tomado por sus vecinos como un loco por la lucha disparatada y algo ilógica que el galeno ha emprendido para tratar de erradicar la hepatitis, Akagi cruzará su existencia con unos viejos aliados: un antiguo monje budista alcohólico y mujeriego que presta su absurdo consejo a todo aquel que acude a su vivienda, un colega médico adicto a la morfina atormentado ante la fatal existencia que persigue al ser humano y la dueña del prostíbulo al que acuden los militares que vigilan la isla que además de prestar servicios amatorios esporádicos al viudo Akagi, empleará su amistad con el doctor para tratar de desmentir los rumores que aseguran que las meretrices del burdel padecen un brote de tifus, hecho que ha obligado a someter a cuarentena al centro para desgracia de los oficiales del ejército.
A este extraño cuarteto se unirá la joven Sonoko, la ingenua novia de un subalterno del ayuntamiento que llevado por su amor y deseo de conquista ha desfalcado dinero de la caja pública con objeto de llamar la atención de su amada. Sonoko aparecerá con el semblante de una muchacha vilipendiada por la madre de su novio y los lugareños y pescadores en virtud de sus eventuales trabajos de puta —al igual que su madre, una geisha que aleccionó muy de joven a Sonoko indicándola que solo debía no follar por dinero con el hombre de su vida—, si bien el ejercicio de la prostitución se deberá únicamente a la necesidad de alimentar a sus hermanos pequeños ante la orfandad provocada por la temprana muerte de sus padres. Así, Akagi tomará bajo su tutela a la inocente Sonoko a la que formará como enfermera de su clínica. Esta labor desinteresada inducirá a Sonoko a enamorarse de su tutor al que observará como ese hombre con el que pasar el resto de su vida. En medio de las interrelaciones que se establecerán entre estos personajes, la cinta narrará igualmente la titánica lucha emprendida por Akagi para exterminar la plaga de hepatitis que está teniendo lugar en Japón, mostrando de manera algo más superficial la falta de colaboración y compañerismo de unos médicos de ciudad que contemplan a su colega rural más como un individuo curioso al que se le consuela con un fácil aplauso que como un profesional serio y respetado cuyas revelaciones alrededor de la hepatitis deben ser escuchadas y tenidas en cuenta.
Pero el terreno en el que la cinta de Imamura alcanza la gloria y la divinidad es sin duda en su propuesta de tejer una compleja y potente parábola alrededor de las paradojas y dicotomías presentes en la armadura de la trama. De este modo el autor de La balada de Narayama esboza con una inteligencia precoz y supina dos ambientes contrapuestos pero que se tocan ante la delgada línea que los separa. Por un lado Imamura radiografía la economía de guerra así como los nocivos efectos morales que la misma acarrea. Así, la cinta exhibe a una población envejecida luchando contra sus propios monstruos vestidos como soldados en unos uniformes que sobrepasan las minúsculas carnes de unos octogenarios consumidos por la carestía de alimentos. En la guerra no existe hueco para la solidaridad ni la benevolencia, y sí para los rumores malintencionados y la hipocresía. Y como contrapunto de este ambiente bélico, Imamura optó por ofrecer el protagonismo de su cinta a un profesional perteneciente a una de esas pocas profesiones ligadas con la decencia, la dignidad y el esfuerzo por perpetuar los valores humanos: la medicina. Un médico que recorre las calles con pasión sin importarle el dinero, ni el éxito ni tampoco la miseria de sus pacientes. Su objetivo es la curación de la enfermedad y la salvación física de una población afectada por una infección que devora lo más profundo de su alma. Uno de esos últimos adalides que llevan la humildad y la generosidad como dogmas de vida que debe enfrentarse con un escenario dantesco plagado de enfermedades visibles e invisibles contra las que resulta imposible pelear.
Imamura plantea la dualidad existente entre unos militares ciegos poseídos por un exacerbado patriotismo, con la bondad innata de un médico que no dudará en prestar servicio a un prisionero holandés enemigo que arriba herido a su consulta, del cual se hará no solo amigo sino que igualmente se convertirá en su colaborador en la clínica. Así, con ciertas gotas de sorna y humor, el autor de La anguila pintará un hábitat donde la cooperación entre supuestos enemigos ofrecerá siempre mayores frutos que el enfrentamiento disparatado y animal, revelando que serán el desconocimiento y la ignorancia las enfermedades más virulentas y difíciles de arrancar en un ser humano guiado por la violencia y la falta de valores.
Doctor Akagi se eleva como una extraña sátira que aúna con mucho acierto ciertas dosis de comedia con un preciso y elaborado retrato social que vierte unos poderosos dardos de denuncia contra esas enfermedades que atenazan al ser humano desde el origen de los tiempos: el odio y la violencia. La cinta ostenta las principales virtudes del cine de Imamura, destapándose como una pieza inacabada de jazz compuesta desde la pura inspiración, libre pues de esquemas y partituras perfectamente planificadas. Ese jazz que entona la banda sonora del film que se siente no solo en los oídos sino en todos los sentidos. La cinta convierte así a la anarquía y al desorden en sus principales núcleos de genialidad, hecho muy presente en toda la obra del genio Imamura. En este sentido, esa guerra que se nota pero no se siente a lo largo del metraje del film estallará ante los ojos del espectador en la escena con la que culmina la cinta. En medio del mar, Akagi y Sonoko se han zambullido en un viaje surrealista con el único objeto de pescar una ballena con la que colmar el deseo de Sonoko de ofrecer a su amado un manjar con el que conquistar su alma. Un cachalote aparecerá en medio de la nada, desatando la pericia como pescadora de una Sonoko que parecerá poseída por alguna sustancia opiácea. La muchacha se sumergirá en el mar para emprender una lucha contra la naturaleza y la razón. La ballena, símbolo de la aniquilación y genocidio llevado a cabo por los pescadores japoneses, logrará zafarse de su captora. Pero de repente otro símbolo mortal aparecerá de forma violenta y sorpresiva. Se trata del rugido de una bomba que estalla en la lejanía, cuyo humo pintará una especie de hígado infectado de hepatitis. Sí, es la muerte, pero no aquella provocada por una bacteria patógena, sino la inducida por el peor y más mortífero virus que ha existido jamás: el hombre. La guerra asoma como esa hepatitis incurable que segará la vida de millones de enfermos y para la cual no existe más antídoto que el humanismo y la bondad. Antídotos, que como nos mostró Imamura, cada día son más escasos en un mundo impulsado únicamente por unos oscuros e invisibles intereses.
Todo modo de amor al cine.