No cabe duda que Gabriel Mascaro construye sus películas en base a complejos y elaborados entramados visuales. Films que parten del cuidado por la estética, dejando que esta no solo sea el gancho inmersivo sino que hable y proyecte el mensaje que quiere transmitirnos. Si en Ventos de Agosto era el documental, género con el que además estaba familiarizado, en Divino Amor partimos de una fluorescencia que remite a la belleza recreativa artificial de Yann González para hablarnos de un Brasil distópico que parece una mezcla entre una suerte de “bolsonarismo” religioso de buen rollo y un hedonismo vacuo donde la fe es casi un parque temático.
Divino Amor pues parece un film creado como comentario acerca de los peligros, los misterios y las derivas de mezclar neoliberalismo económico, superficialidad hedonista y religión. Lamentablemente, al igual que en la ya mencionada Ventos de Agosto, la apuesta se queda en la superficie estética, como si el realizador, en su intento de estructurar un despliegue formal impecable (cosa que sin duda consigue), olvidara que este debe estar al servicio del subtexto y no como el todo que sofoca cualquier otra consideración.
Es por ello que, una vez entendemos el juego propuesto, nos quedamos con la duda de cuál es exactamente el propósito del film más allá de la ocurrencia de un esteta con talento. A pesar de que uno podría pensar que el hecho de que haya más preguntas que respuestas sería un elemento positivo ya que, al fin y al cabo, en términos religiosos nada puede asegurarse con certeza. Sin embargo, no se trata tanto de una cuestión de resolver o no un argumento, sino de averiguar si este planteamiento nos habla de esta distopía como algo positivo o si es una crítica a modo de advertencia.
El problema, quizás, está en la confusión entre vaguedad y ambigüedad, entre sutileza y dispersión. Mascaro arranca su film con fuerza, pero una vez sentadas las bases del mundo retratado se pierde en él. Al final nos encontramos con situaciones tan inconexas como, a veces, parte de un bucle argumental del que no se puede salir. Como si la incapacidad de avanzar hacia un punto concreto fuera motivo para el subrayado de corte formal, incidiendo tanto en un erotismo de exquisito gusto aunque algo sobrero como en la inclusión de una voz en off narrativa que viene al auxilio de todo aquello que las imágenes debieran explicar y no lo hacen.
En defintiva Divino Amor sería una obra (más) apreciable si abandonara toda pretensión de manifiesto y se reivindicara como puro ejercicio estético o como experimento formal de género. Por el contrario, volvemos a encontrarnos con una obra que si bien funciona de entrada, ni que sea por su capacidad de generar imágenes tan bellas como significativas, acaba por ser un ‹tour de force› asfixiante que provoca tanto exasperación, desconcierto y un interés sostenido solo por la necesidad de saber si finalmente habrá algo detrás de tanto aparato formalista. Respuestas que, finalmente, sí llegan como expectativa truncada, de film fallido y de tener la sensación que se ha asistido a un quiero y no puedo alegórico.