Mirar hacia atrás para reinventarse. Parece la máxima de Cyril Schäublin en Disturbios (Unrueh como título original), una película que funciona formal y temporalmente como un reloj suizo. No es un símil cualquiera, puesto que el director nos emplaza a visitar las entrañas de una fábrica de relojes en un momento de cambio.
Es tiempo de anarquistas, de progresión en un espacio donde todavía no se conoce implícitamente el peligro de esos cambios para los poderosos. La revolución es silenciosa y sus cabezas pensantes se asemejan mucho a estrellas de gran popularidad reducidas a estampas fotográficas intercambiables, cuyo valor aumenta al nivel de su leyenda personal. Esta es solo una de las incursiones del mundo moderno en un ambiente propicio para absorber novedades y aún desconocidas necesidades que alimentar. Schäublin se centra en un personaje pilar del anarquismo teórico como fue Piotr Kropotkin, que aparece en escena para dar forma a esos primeros pasos del movimiento, al tiempo que se va instaurando el concepto en meticulosos trabajadores que no pierden el ritmo de sus laboriosas funciones. Por otra parte, un personaje ficticio toma fuerza en su compromiso con un nuevo modo de entender el trabajo. Esa es la joven Josephine Gräbli, que desde el respeto (algo que se mantiene en el film hasta en las detenciones policiales) elabora su propio ideal anarquista. El director elige para la puesta en escena a actrices y actores sin experiencia (algunos habían trabajado en su cortometraje Il faut fabriquer ses cadeaux), quizá afianzando su gusto por un cine que ha dejado de ser una virguería sorprendente cuya acción parezca salirse de la pantalla.
En cuanto a su ejecución, Schäublin recupera el interés de los volúmenes y las distancias a través de esmerados planos fijos donde la acción se mueve a partir del recuadro que conforma, siendo la cámara un testigo generalizado de distintos focos, y no un ente que direcciona la atención. Para ello aprovecha la distribución del espacio en el que acomoda la cámara, siempre a gran distancia para así poder arropar varias acciones en un único plano. Con el simple acompañamiento de la rutina laboral, la sonoridad se vuelve repetitiva y metálica, convirtiéndose en el zumbido perfecto para dramatizar el continuo temporal. Su fotografía es un trabajo elaborado y cuidadoso que eleva de categoría la sencillez de su historia, una pausada pero delicadamente hilada con la concepción de las imágenes, que siguen una composición de paralelismos de gran agudeza.
Es así como enfrenta el anarquismo con la milimetrada labor de crear un reloj, tarea minuciosa y ajena a la improvisación, algo que hace de un modo continuo a través de la repetición de situaciones en distintos escenarios. Más que una narración, Disturbios genera una disposición para la misma que nunca termina de despegar. Su director planifica un ambiente, una situación histórica y unos personajes para contemplar junto a ellos los límites casi imperceptibles del cambio. A simple vista se podría decir que nada pasa en este avance especulatorio del tiempo, pero una vez finaliza el film, son varias las reivindicaciones que sobrevuelan en nuestra cabeza, con un regusto ácido que se antepone a la estructurada maquetación del conjunto.
Disturbios nos sorprende más como concepto que como ficción, para finalmente no echar tanto en falta el nervio y el conflicto cuando valoramos que una fotografía también necesitaba del avance de un reloj para capturar un instante concreto. Las revoluciones también tienen un primer estado de calma. Sin duda la experiencia gana tal y como es propuesta desde su distribución, al unirla con Gente en domingo —dirigida por nombres imprescindibles como Robert Siodmak o Edgar G. Ulmer— y recordarnos la esencia del cine y la sociedad, que tanto enfatiza el costumbrismo alterado que nos ofrece Cyril Schäublin.