Autor de laureados films de la cinematografía de su país como Gloria o la ganadora del último Oscar a Mejor película de habla no inglesa, La mujer fantástica, Sebastián Lelio daba el pasado año el que parece su paso definitivo para asentarse en el panorama internacional rodando su primer trabajo íntegramente en inglés, Disobedience, que nos sumerge en el panorama del dogma como tótem, acercándonos a una comunidad judía a la que volverá Ronit después de descubrir que su padre, un importante rabino, ha muerto tras un largo periodo de enfermedad.
Lo que podría antojarse como una visita, no únicamente para dar el último adiós a su progenitor, sino también para reencontrarse con su hermano, Dovid, y una amiga de la adolescencia con la que mantuvo un fuerte lazo, Esti, derivará en un choque entre el credo seguido religiosamente por la comunidad y el nuevo estilo de vida de Ronit. Neoyorquina de adopción, fotógrafa de look metropolitano e ideas claras, el personaje interpretado por Rachel Weisz se encontrará con una forma de percibir la realidad que dejó atrás hace mucho tiempo y, por ende, no aceptará en tanto deba modificar su conducta o reacciones en torno a ella. De ese rasgo se desprende en gran parte una mala baba que define a la perfección, además del carácter de la protagonista, las intenciones de un cineasta que quedan marcadas a fuego desde un buen principio. Hecho que se constata, por otro lado, desde la secuencia inicial donde Dovid y Ronit se reencuentran: la distancia, tanto en el gesto como en la expresión —él recto, ella imprevisible—, perfila el origen de una situación en la que a partir ese momento nada cambiará por la imposibilidad de conciliar una perspectiva que parece ir más allá de lo cultural.
Sebastián Lelio se acoge a ese contexto en cierto modo hostil, donde el más mínimo detalle cobra un sentido específico —brillante la secuencia del reproche al nombre artístico de Ronit—, y lo hace además otorgando un perspicaz sentido formal a su obra. El sombrío rostro que presenta Rachel McAdams —a la que estamos acostumbrados a ver más radiante— no es de este modo casual, y enlaza con un trabajo fotográfico de tonos apagados y tenue colorido, retratando así un ambiente donde la religión surge como elemento opresivo mediante el cual coartar las posibilidades de los individuos que lo frecuentan, siempre sujetos a ciertas ceremonias que impiden una lectura en clave más distendida de determinados asuntos.
El discurso apuntado por Lelio, pese a moverse en el marco de una comunidad judía, no busca individualizar sobre la misma —algo que queda constatado en esa secuencia donde un personaje cuyo cuerpo está repleto de tatuajes al que fotografía Ronit exclama «Jesús duele» tras ser cuestionado acerca de uno de ellos—, sino aportar un relato universal sobre aquello que nos mitiga como individuos, que modera nuestro carácter con el fin de preservar ciertos aspectos emparentados con el entorno generado.
Disobedience se equilibra, además de en algunos de sus cáusticos diálogos y unos rasgos estilísticos que definen con habilidad el contexto —ello sin olvidar el medido uso de su banda sonora—, en una autenticidad propulsada gracias a la seguridad y el temple que muestran Weisz y McAdams —pese, quizá, a algunos momentos aislados como el del hotel, cuya realización no posee la entereza y pasión que sí desprenden ellas—. Una efervescencia, la de ambas actrices, que se verá atenuada debido a un último acto del todo formulaico, a través del cual si bien Lelio concluye concretando su mensaje, cae en ciertos excesos más propios del ‹establishment› que de lo que hasta ese momento había propuesto Disobedience, apaciguando así el carácter de un film que termina por quedar en correcto y poco más.
Larga vida a la nueva carne.