Mirjam, una chica noruega cerca de los veinte años, participa en competiciones de baile con modalidad estilo libre. Los estantes del armario en su dormitorio están repletos con multitud de trofeos que ha ganado en varias actuaciones. Se lleva bien con su hermana pequeña y la madre, que la acompañan cuando viaja a esos concursos. Mantiene una relación tan cordial como fría con su padrastro. Él es un predicador de una comunidad religiosa llamada «Frihet» —libertad—. Además, trabaja como relaciones públicas, informadora, camarera y cantante en las ceremonias que se llevan a cabo por esa congregación. La luz está en su persona pero las dudas amenazan con hacerle perder su fe.
Parece de viejos académicos retomar el discurso sobre los géneros cinematográficos que, por una parte resultaban encorsetados desde un punto de vista propio del arte o del autor, aunque cuando lo usamos por el recuerdo de obras maestras o capitales del cine coincide, éstas muchas veces son películas categóricas del ‹western›, comedia, fantástico, ciencia ficción o aventuras. Dentro de los géneros que resultan más híbridos entre varias corrientes, destacan el cine negro o el melodrama, ambos por sus mutaciones. Incluso por la permeabilidad entre los dos. En el caso del melodrama su semejanza con el noir es evidente algunas veces con la fatalidad, la fuerza del destino, los sentimientos desbocados y una tendencia a finales infelices. El rasgo temático que los separa de forma clara es el proceso criminal que siguen las investigaciones policiales o las escaladas delictivas en el primero. Y los elementos románticos, familiares o sentimentales que motivan las historias del melodrama.
En la definición de la RAE de dicho término, ya la primera entrada resulta clara por acotarlo como una «obra teatral literaria, cinematográfica o radiofónica en la que se acentúan los aspectos patéticos y sentimentales». Sumado al matiz musical que se le da en su segunda descripción, ese “melo-” que precede al drama en forma de melodía o partitura grandilocuente. Tal vez el concepto resulte anacrónico si comparamos los clásicos del período mudo, del sistema de estudios en Hollywood posterior o las resurrecciones de francotiradores como Fassbinder o Almodóvar. Incluso la reclusión melodramática en las telenovelas, telefilmes, el docudrama o la telerrealidad son factores que han devaluado la calidad del género. Por estas razones resulta interesante comprobar cómo se ha somatizado para conseguir mutaciones que le dan nuevas formas al melodrama. Sin contar las aportaciones derivadas del neorrealismo —que, visto de una manera fría, no dejaba de ser una deriva melodramática—, u otras ya muy extendidas por el drama social europeo, el independiente norteamericano, el original de Asia, el semi-documental árabe o de oriente medio. Por supuesto los diferentes de América del Sur y Central. Además de muestras más sublimadas como el hindú desde Bollywood. Sin eternizar más esta reseña propongo unos ejemplos populares del melodrama contemporáneo para determinar el contexto. Por un lado la famosa e intrascendente La La Land que, más allá de su construcción musical, predomina por su romance dramático, colorista y exagerado. O en el extremo opuesto Cold War, una obra melodramática plena en su intensidad emocional, melódica por los cantos populares, las piezas de jazz y la cadencia trágica que marcan los compases de las partituras ejecutadas por la cantante y el pianista que se aman y separan constantemente.
El caso de Disco es el de un film también melodramático por su planteamiento argumental y, sin embargo, realizado con la contención formal en apariencia, que lo separa del ejemplo clásico. El segundo largometraje de la directora y guionista noruega se identifica por su trasfondo musical secundario a partir de su título, ese vinilo con la cara A llena de éxitos y la B más oculta. Además de la vertiente rítmica discotequera que resuena por las competiciones de baile a las que acude la protagonista. O las canciones de pop cristiano entonadas en las ceremonias que llevan a cabo los componentes de un grupo joven en el seno de la comunidad religiosa liderada por el padrastro reverendo. Puede que las escalas y temas musicales no sean la trama principal del guión, pero sí suponen un elemento narrativo que hace progresar el metraje, siguiendo la evolución personal de Mirjam con sus nerviosas visitas bulímicas al aseo, antes y después de sus bailes. Continuando por esa ensoñación que nos acerca a su verdadera psicología en los largos discursos del predicador durante los que ella se evade fuera del escenario. La música es así, un elemento que resuena o acompaña los grados de superación personal de la joven.
La cámara de Marius Maltzon Guldbransen sintetiza las etapas de crecimiento o deriva de la chica. Comienza por esas escenas de los campeonatos de danza con planos generales rápidos y primeros planos rodados a pulso. Una planificación documental que se apacigua en una segunda parte más luminosa, estabilizada con encuadres proporcionados, conversaciones bien punteadas entre dos o tres personas y secuencias grupales como las del local de la jovial congregación Frihet. Los exteriores soleados junto a los interiores domésticos luminosos, concluyen en un tercio final lúgubre, paradójicamente situado en un entorno de bosque y naturaleza que se oscurece por las normas dictatoriales, atávicas e indignantes de una comunidad cristiana más estricta en un campamento que, a pesar de su entorno abierto, es filmado como amenazador y sombrío.
Esta evolución —o involución— de la joven dubitativa está contada con un respeto hacia el espectador, que puede juzgar positiva o peligrosamente la experiencia vital de Mirjam según su criterio filosófico o creyente. Un acierto mayúsculo que le permite hablar de un maltrato lejano de su verdadero padre, ya desaparecido de sus vidas. O de la madurez que manifiesta frente a la dependencia de una madre, obcecada en mantenerse unida al severo reverendo, tal vez otro futuro maltratador, al intuirse por alguna pista de su comportamiento.
Disco se construye como una producción que avanza con sutileza, observación, sin maniqueísmo, dejando el efectismo y la exageración sentimental fuera de campo, pero renovando el melodrama por este cruce del drama de crecimiento —‹coming of age› para anglófilos y demás— que no ofrece dudas en la confusión existencial desde su baño solitario en un lago, flotando en forma de cruz sobre el agua. Hasta llegar su descanso en el embarcadero, protegida en sí misma como si fuera un ovillo. Ella desprende alegría, cariño y dedicación plena a los demás. Emana una luz que los adultos déspotas, inflexibles y sectarios, propensos a lavar cerebros de gente débil, pretenden apagar o usar para sus malditos intereses.