La imagen suicida
Película rupturista que se lanza al vacío de la denuncia y la abstracción sin cuerda ni red de seguridad; ejercicio estético sembrado con granos de surrealismo que seduce la mirada para desintegrar todas las ideas preconcebidas —estigmas— que pueda contener; narración alucinada de horror e injusticia que suda luces de neón y bailes hipnóticos; y condensación de la desesperación y el acorralamiento sufrido por los más débiles cuya belleza densa por momentos puede resultar algo hermética; todo eso es Disco Boy, debut en el largometraje de Giacomo Abbruzzese, que fue galardonado con el Premio técnico a Mejor fotografía en la pasada edición del Festival de Berlín.
La cinta cuenta dos historias que se desarrollan en paralelo. Por un lado, Aleksei (Franz Rogowski), llega a Francia desde Bielorrusia —después de haber perdido a un amigo por el camino— con la esperanza de tener una vida mejor, pero se ve obligado a alistarse en la Legión para poder obtener un permiso de residencia. Por otro lado, Jomo (Morr N´Diaye), lidera en el Delta del Níger una lucha armada contra las empresas petroleras que están arrasando con la zona, quemando sus pueblos y exterminando a todo ser vivo que suponga un problema. Sus vidas se cruzarán cuando al primero le encarguen rescatar a unos rehenes que tiene secuestrados el segundo.
La idea de Abbruzzese es convertir en cenizas el telón de ignorancia que mantiene tranquila la conciencia de un espectador que desconoce, por ejemplo, de dónde se saca la gasolina que utiliza su coche, el proceso que se lleva a cabo para conseguirla o las miles de vidas que se ahogan en el río negro de injusticias y avaricia que subyace bajo sus actividades cotidianas más banales. La película funciona como un cuchillo que corta la tela lo suficiente para dejar entrar ligeros rayos de realidad, violentas imágenes de ecosistemas sangrando muerte y petróleo, sutiles láminas de angustia y desesperanza que sugieren apocalipsis de raíces terrenales mucho más grandes de lo que aparentan, el hedor de unas armas empuñadas por la sombra de la coacción y la suciedad de unas heridas silenciadas bajo una lluvia de extorsiones e insultos planchados por la rigidez de un orden en principio inamovible. El director trenza dos relatos que comparten, aunque sobre la superficie no lo parezca, el mismo origen, con el objetivo de volar por los aires todas las empresas enfermas de corrupción, que a ojos del público no son sino respetables instituciones que buscan el bien común.
Abbruzzese carga así contra las petroleras que destruyen pueblos enteros para alimentar su codicia; contra una Legión extranjera de estructura dictatorial a la que son enviados todos los migrantes que llegan a Francia, con la desesperación colgando de los labios, buscando una vida mejor; y contra una sociedad que se niega a aceptar que los mismos fantasmas a los que tanto teme han sido gestados en sus propias entrañas y no son tanto criaturas paranormales como seres humanos acorralados y humillados. La tesis es sencilla: los soldados y los revolucionarios sólo son supervivientes que hacen todo lo posible por mantener activas las pulsaciones vitales de un futuro que poco a poco se les apaga.
Toda Disco Boy camina por la pantalla con los zapatos de la metáfora para ahondar con profundidad en las cuestiones que plantea sin resultar didáctica. Al inicio del metraje, la cinta posee un andamiaje realista del que se va deshaciendo a medida que los minutos entran en combustión delante de la mirada del espectador, para terminar abstrayéndose por completo en un final tan hipnótico como sugerente. Cabe destacar, además del gran trabajo de puesta en escena —en el que la fotografía de Helene Louvart tiene un papel decisivo—, tanto la descomunal interpretación de Franz Rogowski como alucinada banda sonora de Vitalic, que terminan de redondear una película brutalmente original que no tiene miedo de inmolarse delante de los ojos cargados de prejuicios del público.