La Segunda Guerra Mundial es uno de los períodos históricos que más ha inspirado a miles de artistas, debido a las muchas historias de grandeza que este difícil periodo de la humanidad generó. El gran dictador, La lista de Schindler, La Vida es Bella, El pianista… todas ellas comparten pequeñas historias que tienen su particular guerra contra la gran campaña bélica.
Volker Schlöndorff continúa marcado por este acontecimiento histórico, quizá por el hecho de haber nacido el mismo año que comenzó el conflicto. Como ya hiciera con su anterior trabajo, La mer à l’aube (también de producción francesa), en este caso será la ocupación nazi en Francia la que llame la atención del realizador alemán.
La historia se sitúa en París, un París en la cuerda floja por los deseos de Hitler de que la capital francesa arda antes de caer. Para evitar esto, asistimos a una particular batalla que se lucha fuera de las trincheras, una batalla diplomática como indica el título de la película, entre el gobernador militar alemán de París, maravillosamente interpretado por un Niels Arestrup que es de lo mejor de la cinta, y el cónsul sueco, Raoul Nordling, que trata de impedir a toda costa que los alemanes no procedan a activar los explosivos que dinamitarían todo el patrimonio artístico y cultural de una ciudad legendaria.
Para ello asistiremos a impresionantes duelos dialécticos entre ambos personajes, con estilos opuestos. El General von Choltizt (Arestrup) lleva la disciplina castrense en la sangre, al proceder de una histórica estirpe de militares prusianos, y tiene que debatirse entre su sentido del deber, desobedecer ordenes directas y sus propios principios. Por su parte, el cónsul interpretado por Dussollier hace gala de su amplia cultura y su gran retórica para tratar de sembrar dudas en la mente del general.
No es, por supuesto, una película bélica al uso. Más bien es como si en vez de ver los partidos, uno se dedicase a ver las reuniones de los directores deportivos para armar el equipo. Habrá negociaciones, contranegociaciones, muchas palabras y poca acción. Los amantes del guión, la historia, y la política agradecerán una película de estas características.
La obra está basada en la pieza teatral homónima de Cyril Gely, que Schlondörff se limita a adaptar al cine. De este modo, el entorno, la ambientación, el vestuario y los medios técnicos están muy cuidados, pero no llegan al nivel de distraer la atención de lo que realmente importa: el intercambio entre los dos personajes, que despierta suficiente interés tanto por el contenido como por el continente. No en vano la pareja de actores protagonistas es la original, acostumbrada a interpretarla noche tras noche en el Teatro de la Madeleine.
Lo cierto es que el resto de personajes tienen muy poca importancia para la historia. Todos ellos sirven de contexto para una única cosa: resaltar la magnificiencia de París. Este hecho si que puede llegar a cansar un poco, y es que las bondades de la capital gala son resaltadas, exageradas y repetidas hasta la naúsea. No obstante, es cierto que se consigue una fotografía bellísima en la misma, algo que se aprovecha muy bien.
Y en verdad no tiene mucho más. Se diría que es poco pretenciosa, pero tratar de reflejar un acontecimiento histórico del que no se tiene constancia es, de por sí, un objetivo alto. Así que más bien habría que decir que no ofrece mucho más. París defendido como alfa y omega, el principio y el fin. Pero muy bien defendido.