«A veces, la vida resulta plenamente satisfactoria», dice al final de esta encantadora y delicada peripecia nuestra pequeña heroína Dilili, y tras disfrutar del último trabajo de Michel Ocelot no queda otra que darle la razón. Pocas películas, de animación o de imagen real, resultan tan optimistas y ensalzan la vida y el descubrimiento del mundo con tanto entusiasmo y cariño como la última que nos ofrece el autor de Kirikú y la bruja, una aventura de misterio y humor situada en el radiante París de la Belle Époque, que es a un tiempo un canto de amor a la ciudad del amor, una celebración luminosa de aquellos años de eclosión cultural y creativa, y una llamada a la defensa del progreso, la razón, el arte y la inteligencia, y concretamente al papel que jugó y juega la mujer en ello. El alegato feminista se percibe más honesto que oportunista, y Ocelot lo integra en una trama que remite a los folletines franceses de misterio que con tanto acierto llevara al cine Louis Feuillade a principios del siglo XX: siniestras sociedades secretas, catacumbas, pasadizos… Los clásicos elementos de esta estirpe de relatos de aventuras conviven con un quién es quién de la vida cultural parisina de principios de siglo, sin que el desfile de celebridades entorpezca el fluir natural de la narración.
La clave radica, a mi entender, en dos cuestiones: por una parte, su esplendoroso acabado visual, en el que se combina el realismo fotográfico de los fondos (Ocelot, enamorado de París hasta las trancas —un poco como cualquiera que haya visitado esa ciudad y recorrido sus puntos más emblemáticos—, decide permanecer fiel a su geografía física, prescindiendo del subjetivismo animado) con la sencillez del trazo tridimensional de los personajes, cuyos colores planos y la línea clara con la que están definidos y animados contribuyen, en todo caso, a aplanar la sensación de profundidad, aportando cierta cualidad clásica a la estética general de la película que resulta a todas luces heterodoxa en lo que viene siendo el cine de animación actual. Por otra parte, la proverbial sencillez fabuladora de Ocelot, es decir, su singular lirismo poético y naïf, no tanto anclado a un cine infantil como a uno universal, vuelve a funcionar aquí a pleno pulmón, punteando con fina ironía y brillantes diálogos una odisea animada enormemente entretenida y presta a satisfacer el apetito de un público de todas las edades.
Si uno quiere jugar el papel de crítico avinagrado, quizás pueda poner en cuestión determinados elementos estéticos y narrativos; por ejemplo, el diseño algo mejorable de alguno de los personajes (Orel, el fiel amigo de Dilili, podía haber tenido un look más atractivo) o el hecho de si la sucesión de artistas, escritores, músicos e intelectuales que por la historia deambulan no denota cierta pereza narrativa, amén de ofrecer una guía muy básica del panorama cultural de aquella época. Incluso se puede argumentar que el retrato resultante es demasiado idílico, si bien la sombra del racismo y la pobreza aparece tangencialmente para enturbiar el paisaje de alegría generalizada.
Pero como quien esto escribe ha disfrutado como un enano tanto del juego de luz y color propuesto por Ocelot (punteado, por cierto, por un par de canciones estupendas), como de su imposible trama y su catarata de celebridades uniéndose en la lucha contra el Mal (y aquí sería oportuno citar a las femeninas: Louise Michel, Marie Curie, Emma Calvé, Camille Claudel, Colette…), pues no me queda otra que recomendar encarecidamente esta deliciosa película de aventuras, con una protagonista valiente, inteligente y adorable en su sagacidad, y una trama criminal en la que también se deja oír el eco de la muy inventiva La torre de los siete jorobados, con un submundo gris, verdaderamente siniestro, que tiene su réplica en la ciudad de la superficie, luminosa, bullendo de ideas y libertad, un París abierto al progreso que su autor celebra y reivindica en tiempos en los que, precisamente, la ciudad se ha visto golpeada y amenazada por la intolerancia, la sinrazón y la oscuridad.