Para muchos es un misterio indescifrable asimilar los actos de todos aquellos asesinos que se han hecho famosos a lo largo de los años, son leyendas pero no por lo conseguido, sino por el estupor generado en la sociedad. Del mismo modo, las muertes fortuitas o violentas que nos abordan diariamente desde televisión como si de pornografía se tratara, hacen que nos preguntemos una y otra vez cómo se ha llegado a ese punto. Y hay algo que se repite, nunca lo vamos a comprender por muy bien estructuradas que estén las reconstrucciones de los hechos. Cuando se trata de un asesinato acabamos en manos del asesino para conocer la verdad, una adulterada por su propio testimonio, sabiendo que la objetividad se ha perdido a la vez que la vida de una (o muchas) persona(s).
Esa necesidad imperiosa de saber más, la curiosidad revestida de morbo, es la que consigue que el «basado en hechos reales» sea un reclamo para muchas películas que tratan algunas fatídicas muertes que, o bien han fascinado a algún guionista, o bien han dejado una gran huella en las crónicas negras de alguna región. Así surge la idea de Ondes de choc, cuatro películas (para televisión) en las que diferentes directores suizos relatan un asesinato controvertido sucedido en el país. En esta selección destaca precisamente el nombre de Ursula Meier, a quien se le reserva una historia que habla de lo fugaz que es el acto del asesinato y lo extensa que es la afección de lo sucedido, remarcando que ni siquiera una elaborada función perpetrada por un asesino tiene certeza, solo quedan restos, detalles subjetivados, en la mente de algunos.
Los largos brazos de la desgracia. Diario de mi mente (Journal de ma tête) comienza luminosa, pero pegada a la nuca de Benjamin. No es un seguimiento de sus movimientos, es un modo de penetrar directamente en su cabeza, sucediendo planos en los que estamos incluso demasiado cerca del joven, mientras a pinceladas traza su plan. En pocas ocasiones nos separaremos de su cabeza el resto del film, pues es ahí donde reside gran parte del conflicto.
Una música triste e instrumental aparece ocasionalmente, una que subraya el pesar de lo que hizo el joven, del diario que escribió, y el modo en el que lo recibió su profesora de francés. Así centra la atención más allá de la cabeza de Kacey Mottet Klein —el actor que ha acompañado a la realizadora en todos sus films— para poner el ojo sobre una afectada y admirable Fanny Ardant, que ve su nombre ligado a un plan estudiado, de un modo tan aleatorio que abruma. Son muchas las reflexiones que ofrece Meier en la película, es reiterado el pensamiento de culpar a la persona adulta que animó al joven a ser creativo, como lo es el hecho de saber si hay una clara intención en lo que el muchacho hizo. Durante la resolución del asesinato la mirada es atenta, permite flotar el drama como pequeñas partículas de polvo a contraluz, porque no lo afronta directamente, no le da un lugar seco e incómodo, prefiere reunirse con las consecuencias más relativas para dar una idea del conjunto.
Porque lo importante no es la acción de cometer el crimen, tampoco lo es la consecuencia directa, es un paseo por la culpa mal entendida, es el hecho de partir de un acto quizá baldío (las motivaciones del protagonista son caprichosas e incoherentes) que provoca la necesidad de enmendar a partir de una relación inexistente. Cierto es que su inicio es brillante y el paso del tiempo es pesado para la narración, pero el decidir que Diario de mi mente tenga una corta duración es algo que solo beneficia al relato, que nos acerca a ese tono tan íntimo empleado para hablar de algo oscuro. El siniestro sentido de la muerte a través del papel, la piedra en el cuello de quien dio la idea de escribir un cuento cualquiera, la realidad siempre acechando, pero incapaces todos de saber qué pasa por las mentes ajenas, ni siquiera por la propia.