En su cortometraje Maquetas, Carlos Vermut dejó claros los dos principales factores que parecen regir su cine: una capacidad endiablada para generar expectación en el espectador, y una mano maestra (y perversa) para convertir el desgarro emocional en una sofisticada herramienta del humor. En Diamond Flash (el debut más extraño y personal que servidor recuerda desde la ya inolvidable Arrebato), perfecciona y amplifica estas habilidades para levantar un extraño juguete posmoderno cuya excentricidad y valentía no puede medirse con instrumento alguno: sencillamente, rompe cualquier baremo posible para entrar de lleno en esa pequeña lista de cine español suicida que, hasta ahora, lideraba Juan Cavestany con sus últimos delirios cinematográficos.
Lo cierto es que es muy complicado hablar de Diamond Flash. Entre otras cosas, porque conviene acercarse a ella lo más virgen posible, para que la experiencia sea completa. Sí, hablo de ‘experiencia’ porque uno de los rasgos que mejor la definen es su facultad para hacer sentir al espectador la sensación de que está presenciando algo inequívocamente distinto a todo lo demás. Desde su mismo prólogo (que, como en el cortometraje Don Pepe Popi, juega a crear desconcierto e inquietud empastando dos elementos extraños y difícilmente conciliables —la imagen de un cómic de ci-fi y la voz en off de una conversación sobre maltrato doméstico—, es fácil quedar imantado a la pantalla y enredado, de forma progresiva e inexorable, en la madeja de secretos y misterios que vertebra la película y que Vermut desvela con desasosegante parsimonia, como quien coloca desordenadamente las piezas de un puzle creando una imagen global fragmentada, formada por retazos aislados enormemente hipnóticos en su individualidad (algunos funcionan perfectamente como autónomos ejercicios de tensión y misterio).
Que Vermut disfruta jugando con nitroglicerina es evidente. En la primera media hora de película ha creado un suspense maravilloso en torno a la desaparición de una niña que, de modo imprevisto, nos ha acabado conectando con un oscuro secreto familiar que, a su vez, sirve como aparente elemento clave para posibilitar la recuperación de la pequeña, planteando un dilema moral perverso prácticamente de la nada. En este retorcimiento inesperado, que disfrutaremos a lo largo de la película conforme vayamos conociendo a los demás personajes que la pueblan, es donde Vermut consigue distinguirse de los patrones narrativos convencionales para crear, en su lugar, un artefacto de mayor complejidad estructural caracterizado por el riesgo de las ideas planteadas y por la enorme personalidad con que decide plasmarlas en pantalla, desarrollarlas, valiéndose de un inteligente uso del fuera de campo y de un reparto (esencialmente femenino) en estado de gracia.
Más allá del hecho de que Diamond Flash es una película que desconcierta e incomoda (por ambigua, por hermética o simplemente por demencial), lo cierto es que en su construcción prima una sutileza y un respeto a la inteligencia del espectador que es muy infrecuente dentro no ya de nuestro cine, sino del cine en general. Esta sutileza se sustenta en una calculada y sabia administración informativa, lo suficientemente ajustada como para conseguir que un “hambre por saber qué pasará” se filtre prácticamente desde el mismo inicio de la película, obligándonos a permanecer atrapados en su narrativa desafiantemente esquinada. Vermut sabe que, tan importante como lo que sabemos, es lo que no sabemos o sólo podemos intuir, sugerir o interpretar, y deja determinados elementos a la imaginación simplemente para que se contaminen allí, donde arraigan incluso con más fuerza.
Entre tanto, el suspense (tan omnipresente como la propia atmósfera enrarecida de la película) crece conforme pasan los minutos, articulándose metódicamente a través de diálogos que, por su extensión y brillantez, algunos han comparado con los de Tarantino. En este caso la función narrativa de los mismos es incluso más radical, ya que la película absorbe la mayor parte de su fuerza a través de ellos (y de su excepcional reparto), envenenándose con la extraña cadencia de las palabras, que tan pronto nos alumbra el camino a seguir como nos deja dando palos de ciego en la oscuridad. Hay mucha osadía en la dilatación temporal de cada diálogo, en la propia desnudez narrativa de la película: apenas dos actores en plano fijo, hablando y hablando, y sin embargo todo resulta magnético y misterioso, es un gran ejemplo de cómo conseguir mucho con muy poco. También puede enredarse excesivamente en el embrujo de sus propios frases y caer en el tedio, pero generalmente demuestra saber dónde pisar y a qué ritmo.
Llegados a este punto, es obvio que Vermut (que sabe manejar perfectamente registros hiperrealistas, especialmente en un plano emocional), es un enamorado de lo onírico y lo fantástico, pero (un poco como Vigalondo aunque en otro sentido) lo sabe insertar dentro de un contexto de pura y dura cotidianidad para, entre otras cosas, hacer que esta misma realidad se vuelve algo más inquietante y misteriosa. O, sencillamente, menos real. Malos tratos, pederastia… pero también superhéroes y brujas. Lo absurdo de nuestro mundo Vermut lo registra con diálogos inteligentes y precisos, con buen olfato para el suspense, con atrevimiento narrativo.
La riqueza de Diamond Flash es tal que permite su desglose desde diferentes puntos de vista. Por ejemplo, puede ser fácilmente la película de superhéroes más heterodoxa de la Historia (lugar que hasta hace nada ocupaba El protegido), o bien una reflexión sobre la naturaleza de la violencia, sobre la bondad (o maldad) de las personas, sobre el afecto o su ausencia. O un juguete pop que se repliega sobre sí mismo, ocultándonos maliciosamente muchas de sus caras. O una broma inexplicable (y, para muchos, seguramente pesadísima). Dejémoslo simplemente en que es una obra tan anómala y atractiva que su misma existencia ya supone motivo de regocijo: nos hace creer en la posibilidad de un cine único y libre, tan obcecadamente personal como ebrio de imaginación y talento.