En un tiempo donde la producción cinematográfica española está bajo mínimos históricos en cuanto al número de películas que se ruedan y/o estrenan y con la eterna crisis del sector de la exhibición y distribución, el cineasta Carlos Vermut demuestra que otras vías alternativas pueden dar sus frutos, sin que esto signifique la inutilidad de los canales clásicos.
Diamond Flash ha tenido una vida más que satisfactoria por el circuito de festivales, aunque realmente ha destacado por las entusiastas críticas con la que ha sido recibida tras su llegada al portal Filmin, donde puede verse sin pasar por las salas de cine comercial.
Personalmente, encontraba loable todo lo que rodeaba a la cinta, que si el presupuesto era de algo menos de 20.000 euros, que si se estrenaba en internet sin pasar por los cines, que si la forma de entender la distribución era el futuro inmediato del cine… por eso mismo fruncía el ceño, y es que no hay nada peor que alabar una obra por elementos externos a la misma. Después de haberla visto, he de decir que todo su envoltorio no hace más que acrecentar el conjunto; Diamond Flash es cojonuda, es como si por fin el postmodernismo hubiera llegado a España sin tener que pagar el tributo a falsedad que suele acontecer en tantas obras de jóvenes directores que han crecido con Tarantino y su Pulp Fiction (posiblemente y aparte de ser una de las mejores obras de los 90, es la que más daño ha hecho a cine y cineastas).
La historia de la película está poblada de mujeres que sufren y hacen el mal por muy diversos motivos. Todo el relato está impregnado de una amoralidad buscada que asusta tanto como atrae irremediablemente, con unos diálogos esmerados, llenos de referencias (toda la obra lo está, desde el inicio con esa musiquita de la época de los 8 bits de las videoconsolas) pero con una razón de ser más allá de su brillo; la anécdota no ahoga nunca la escena. Además de esto hay que mencionar la dosificación de la información que se da en las 5 historias que se van cruzando. Nada es nunca lo parece, no estamos seguros de nada. En poco tiempo aprendemos a que no hay que dar nada por sentado y esperar que el rompecabezas nos vaya sorprendiendo con cada giro de guión.
De ese guión, sin embargo, sorprende la solidez con que está trazado, puesto que Vermut parece abandonar esa estructura que alude al postmodernismo y todas sus constantes con que había arrancado Diamond Flash para, mediante la voz de dos personajes que parecen estancar el relato, terminar dándole un empujón así como nutriendo sus posibilidades y logrando que lo que parecía ser un anticlimático acercamiento a las entrañas de la bestia (más refiriéndonos al film que a su propio relato), desemboque en un torbellino de consecuencias que terminan decantando tanto el tono como la direccionalidad de una propuesta que, sin suponer ningún golpe de aire fresco, sabe inducir al espectador a indagar en la propia obra tras verse sumido en una insólita aura de desconcierto.
Aura esta que, por lo general, acompaña un trabajo en el que no sólo ese postmodernismo mencionado está implícito en su estructura narrativa o ese brío formal, también lo está en unos diálogos que, lejos de derruirse ante la extravagancia desde la que están compuestos, definen tanto situaciones como personajes con sorprendente pasmo para terminar derivando en un clímax final cuyas intenciones, lejos de quedar en entredicho, cierran el círculo en un trabajo que no es tan radical como parece, pero en el que la introspección de un espectador atónito frente a sus últimos minutos termina por completar una obra que si bien puede no requerir respuestas de otra índole, sí se sustenta bajo una pregunta de lo más imperioso a día de hoy ante un film como Diamond Flash: ¿Cuánto de la obra hay en la propia obra, y cuánto en la reflexión del propio espectador?