Diamantes negros (Miguel Alcantud)

En un mundo lleno de dictados y convencionalismos, que acogotan, coartan y esclavizan nuestras conciencias, no sería exageración sino entusiasmo considerar que el cine de denuncia social se está erigiendo como un género en sí mismo de imponente y destacado valor antropológico. La provocación y la reivindicación forman parte intrínseca del germen del arte comunicativo. Es su vertiente seminal, su raíz. Cuando la ilusión cinematográfica revela una mirada hacia las injusticias que, por geográfica o por apática, se nos escapan y nos golpean, coartando nuestro estilo de vida lúdico y rompiendo el sometimiento de nuestra moralidad, los resultados de impacto en la empatía del observador pueden ser del todo estimulantes.

En la propuesta española Diamantes negros, el director Miguel Alcantud se atreve a enfocar su denuncia hacia las pesquisas más oscuras que mueven el deporte Rey, en lo referido a los sueños rotos de jóvenes pobres de Mali y las mentiras y falsas ilusiones que les prometen un puñado de agentes futbolísticos, captadores de talento sin escrúpulos ni humanidad. Este telón de fondo teje una historia donde se entrecruzan las aristas dramáticas y donde se ponen en tela de juicio planteamientos y cuestionamientos que atacan al estilo de vida europeo, al egocentrismo vicioso de los acomodados y a la malicia natural de un cierto arquetipo aburguesado y hedonista que vende humo a cambio de jugar con las ilusiones juveniles.

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Pese a contar con una bulliciosa mezcolanza crítica en su relato, la película se destaca por rehuir del maniqueísmo y el sensacionalismo. Así mismo, rechaza los atributos melodramáticos en exceso y las bandas sonoras de énfasis lacrimógeno para atacar los nervios y la paciencia del más íntegro, angustiando solemnemente al personal presentando a los villanos —unos sólidos y contenidos Guillermo Toledo y Carlos Bardem— sin el más mínimo factor de juicio autoral y prescindiendo de la siempre atractiva y ambigua dualidad de moralidades.

Queda, por lo tanto, un cuadro escénico donde la levedad y la ausencia de histrionismos responden al sensato patrón de “menos es más”. La naturalidad de su reflexión y su enjundia articula la denuncia silenciosa sin subrayados y con imponente honestidad formal. Cine poderoso y necesariamente agasajado que, sin aspavientos ni ínfulas de grandilocuencia, permite echar un vistazo a una realidad a la que frecuentemente solemos dar la espalda o nos negamos a creer, en ambas ocasiones por puro y cómodo escepticismo.

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Sorprende, a su vez, que la representación de las miserias y soledades de estos diamantes negros, que son carne de cañón del tráfico de menores en el fútbol como las piedras preciosas lo son de las mafias, la haya realizado Alcantud sin apelar a un estilo de realización sucio y áspero, donde reinara la pretenciosidad y el tremendismo. Es, por el contrario, la autenticidad de su testimonio, donde no se busca europeizar sino ofrecer un sincero estilo de vida malí, y la crudeza implicadora de su concepto lo que eleva su potencial cinematográfico en una experiencia tan descarnada como, a todas luces, necesaria y reivindicadora.

La aproximación empática y la aversión provocada hacia sus figuras inhóspitas favorecen la implicación con la película y facilitan el amargo trago que supone formar parte de la aventura por la que se nos guía. Si bien la misma es trágica y melodramática en su sentido más alegórico y referencial, su contundencia y simplicidad la revelan como un formidable salvoconducto de denuncia y despertar de conciencias aletargadas sobre un negocio deportivo en el que, en unas ocasiones, se nos brindan alegrías incontenidas y, en otras tantas, se nos revelan las ilusiones, los sueños rotos y las esperanzas que se patean con más fuerza que los balones de reglamento en los estadios deportivos.

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