El pasado 7 de mayo amanecíamos con la triste noticia de la desaparición de uno de esos últimos mosqueteros del cine clásico italiano que aún permanecían dando guerra en las trincheras. El grandísimo Ermanno Olmi ha sido uno de los referentes fundamentales del cine italiano de los últimos sesenta años, poseedor de una filmografía tan coherente y honesta como hipnótica, plena de una poesía muy propia y pintoresca, esa prosa que delimita el terreno que separa lo convencional del arte. Y es que como ya avancé en la reseña que tuve la oportunidad de escribir hace unos años sobre su ópera prima en el largometraje titulada Il tempo si è fermato Olmi fue uno de esos eslabones perdidos que pasó de etiquetas y modas para construir una trayectoria inmaculada y fiel a sus ideales, cuestión que quizás le situó en un segundo plano en cuanto a popularidad en comparación con sus compañeros de generación Pasolini, Bertolucci o Bellocchio.
Como creo que habrá pasado con la mayoría de los cinéfilos que estén leyendo esta reseña, mi descubrimiento del maestro fue fruto de esa obra maestra del cine que es El árbol de los zuecos, película que pude saborear en mi adolescencia merced a una de esas casualidades de la vida posibilitando ello que descubriera a un autor diferente, dotado de una mirada muy especial capaz de retratar el paso del tiempo con la sensibilidad y estilo de los senseis japoneses, pero envolviendo su producto con una particular observación de los usos y costumbres de una Italia primitiva y primaria, acechada por la contaminación que emana del progreso. Lo más curioso de mi súbito enamoramiento es que me fue muy difícil (estoy hablando de finales de los años 90, principios del siglo XXI, con la consiguiente ausencia de facilidades para visualizar lo que a uno le venga en gana, algo que por otra parte agradezco enormemente) localizar más películas dirigidas por Olmi, pues tan solo conseguí gozar con La leyenda del santo bebedor y años más tarde el idilio resultaría ya indeleble con esa obra maestra que es El empleo. No ha sido hasta hace pocos años que pude profundizar en la filmografía del maestro puesto que desgraciadamente su obra ha sido muy poco promocionada y reivindicada más allá de los círculos de las salas de arte y ensayo.
Este estudio más pormenorizado de la obra de Olmi me permitió constatar que me hallaba ante un autor de creencias eminentemente humanistas, uno de esos juglares que hacen girar el tono y fondo de sus historias en los alrededores de los misterios que empapan al alma humana otorgando de esta manera el protagonismo de sus relatos a gente sencilla que simplemente aspira a vivir sin más ambiciones que pasar inadvertidos por los diversos parajes y ambientes por los que transcurre el desarrollo de lo narrado. Un cine puro, carente de artificios y efectismos, que puede ser tildado de humilde si bien siempre pretendiendo absorber un realismo tranquilo y sereno que concede un tejido que desprende paz y melancolía. Algunos han tachado a Olmi de optimista, otros de pesimista, yo no podría catalogarlo en uno u otro sentido, dado que en mi opinión al autor de I fidanzati tan solo le interesaba exhibir la realidad tal como se presentaba, a veces triste y a veces alegre, a veces demoledora y a veces cómica. Humana por tanto, algo tan complejo y difícil de dibujar y que bajo el pincel genial de Olmi permanecerá en el recuerdo de sus seguidores para la posteridad.
Nacido en Bérgamo en los primeros años de la década de los 30 dentro de una familia campesina de orígenes muy humildes y enraizadas convicciones religiosas (tema que marcaría la carrera de Olmi, uno de esos cineastas que siempre impregnó sus filmes con una fuerte influencia católica, ya que es conocido que fue un cristiano practicante tanto dentro como fuera de los platós de cine), con tan solo dos años la familia decidió emigrar del campo a la ciudad de Milán donde desarrollaría sus primeros pasos en la industria del cine. Huérfano de padre (fallecido durante el transcurso de la II Guerra Mundial), su madre comenzó a trabajar en la eléctrica Edison Volta para sustentar a sus retoños, siendo este hecho fundamental en la carrera del maestro. No solo porque entró a trabajar de joven en la misma empresa donde laboraba su madre, sino porque pronto se encargó de sacar adelante una serie de obras cinematográficas y cortometrajes patrocinados por la Edison con el fin de documentar la actividad laboral y humana en los alrededores de los ambientes de trabajo y ocio de sus empleados. Así un bisoño Olmi se atrevió a liderar la sección cinematográfica de la empresa moldeando toda una gama de cortometrajes y documentales que sirvieron como tesis de arranque de su pronta y próspera carrera cinematográfica.
Entre estas producciones destaca Diálogo entre un vendedor de calendarios y un transeúnte, excelente y extraño cortometraje de ficción rodado en 1954 por Olmi partiendo de un relato corto del filósofo y poeta Giacomo Leopardi de título homónimo que describe una breve conversación mantenida entre un humilde vendedor de almanaques y un posible comprador. El relato de Leopardi trataba de ahondar en los enigmas del pasado, igualmente de la aceptación de la desgracia como único reducto posible para poder respirar en un universo dantesco y asfixiante donde lo malo parece prevalecer sobre lo bueno fundamentalmente entre las clases menos acomodadas y del individualismo como única sustancia forjadora del yo frente a lo insustancial que supone aspirar a representar el papel reservado a los otros. Un diálogo entre melancólico, poético y en cierto sentido optimista que fue reproducido por Olmi palabra por palabra en el guion dialogado que adorna al film gracias a la labor de los dos actores protagonistas del cortometraje: Paolo Pampurini y Enzo Tarascio.
Pero Diálogo entre un vendedor de calendarios y un transeúnte se eleva como algo más que la simple representación escénica del texto de Leopardi. No. Se aúpa a otro nivel entre metafísico y teórico. En primer lugar aparece como un ejercicio de estilo que combina con mucho talento ese neorrealismo tardío que empezaba a declinar con una especie de germen de la Nouvelle Vague, ello testimoniado en los primeros cuatro minutos de apertura del cortometraje en los que sin necesidad de ningún tipo de diálogo observaremos el amanecer en la ciudad de Milán en primer lugar con esa escena de comienzo en la que la cámara recorre lentamente las heladas ramas de unos arbustos congelados que serán atravesados por dos figuras, una pareja de músicos callejeros que recorrerán las carreteras de las afueras de la ciudad para llegar a su centro con el fin de animar con sus melodías la tristeza que parece recorrer las avenidas de la urbe en plena noche de año nuevo. Esta genial inauguración tintada con un germen claramente neorrealista dará el testigo a una transición radicalmente opuesta, que situará el foco en la noche de año nuevo, en las calles atestadas de gente, en los escaparates iluminados con la intención de excitar los sentidos de los ciudadsaos con sus mercaderías, de las casas adornadas con iluminación navideña, y todo ello rodado con la garra y sentido de un cineasta curtido en la captación del perfume del instante retratado. Y finalmente el ojo de Olmi aterrizará en una esquina donde tendrá lugar el encuentro y la conversación entre el vendedor de almanaques (pobre, vestido con ropas roídas por el uso y la escasez) y el comprador (acomodado, seguro de sí mismo en virtud de la ausencia de necesidad que parece adornar su vestimenta). Pasado y presente. Pobreza y acomodo. El sacrificio y el martirio. Los anhelos tocados por esa melancolía y esperanza que atenaza la existencia de los desvalidos. Las relaciones humanas fotografiadas en unos escasos cuatro minutos rebosantes de verdad, decencia e integridad.
La cámara de Olmi se mueve con mucha soltura, entre planos fijos y travellings, entre panorámicas y ese fácil recurso del plano-contraplano que nos sitúa bajo el punto de vista de los intérpretes introduciéndonos por tanto en su mente e inspección. No parece que detrás de todo esto se halle un principiante que apenas ha empezado a mamar las ubres del cinematógrafo. Se nota pues que quien capitanea el producto es un prodigio que controla todos y cada uno de los aspectos clave de la narrativa cinematográfica, alguien con un extremo deseo de analizar las bondades y miserias del ser humano. Asimismo alguien que se ha marcado como objetivo hacer partícipe al espectador de un viaje imperceptible: el del discurrir del tiempo, suspendiendo el mismo en una milésima que realmente se desvanece en la eternidad de los años. Alguien con una capacidad incuestionable para extraer la intriga del instante, del momento, de un segundo que pasa como un suspiro para la percepción del espectador pero que cae como una losa desoladora en la piel y huesos de los protagonistas. Ese fue uno de los aspectos que convirtieron a Olmi en un maestro de lo efímero con voluntad eterna. Y ese es uno de los esquemas que definen a un cortometraje tan primario y esencial como este Diálogo entre un vendedor de calendarios y un transeúnte que supuso una perfecta lanzadera de aprendizaje de un Olmi del que siempre nos quedara su mirada compasiva, estoica y humanista. Hasta siempre mi ‘Hermano’ Olmi.
Todo modo de amor al cine.