Un hombre de negocios degusta taciturnamente una copa en el casi desierto bar de un hotel a medianoche cuando una misteriosa mujer se sienta a su lado, y empieza una conversación inocente. Lentamente, esta torna hacia unos derroteros más incómodos cuando la mujer indaga sobre los gustos sexuales del ejecutivo y la longitud de su pene. Sus intenciones son claras, quiere acostarse con él. La cámara, fija en ambos individuos durante todo este tiempo, enfoca entonces una platea abarrotada de un público silente. Frente a ellos, un escenario de teatro en cuyo centro un hombre es seducido de manera poco ortodoxa en la barra del bar de un hotel. Dhogs, ópera prima de Andrés Goteira cuyo nombre decae de la fusión anglosajona entre “dogs” (perros) y “hogs” (cerdos) y que simboliza la mezcla de agresividad y sumisión que el ser humano tiene dentro de sí por naturaleza, deja claro desde el primer momento que su intención es incomodar, tal y como admite también la mujer mientras termina su copa. Poniendo en escena un grupo de espectadores ficticios, reflejo, por un lado, de la voluntad del cineasta por hilvanar una historia cuyo discurrir de los hechos provoque un estado catártico en quien la contemple y, por otro lado, de la condición del espectador como intruso en una vida que no le es suya, como voyeur permitido, como fetichista de experiencias ajenas, Goteira elabora un ejercicio narrativo basado en la destrucción de los tópicos y la categorización de géneros cinematográficos, además de la evasión de cualquier tipo de previsibilidad argumental.
Pero más allá del incesante juego de ruptura de la cuarta pared, Dhogs consigue plasmar una sádica perspectiva de los hechos narrados a través de la creación de una atmósfera turbia, densa, difícil de tragar. Parte de la sugestión de la película es su constante búsqueda por ejecutar el elemento sorpresa fuera de su lugar apropiado. El suspense que Goteira construye en las secuencias más duras nos obliga a temer lo peor por la situación de los personajes, llevados al límite de sus capacidades. Es el propio cineasta quien, de alguna manera, parece indicarnos cómo deberíamos sentirnos al presenciar su relato. No obstante, esta tensión desaparece cuando el desenlace de cada escena entronca con un anticlimax in crescendo, encadenando historia tras historia y no dejando terminar ninguna de las anteriores. Esta decisión es en parte acertada ya que permite trabajar al director con el componente de la incomodidad que tan presente está a lo largo del largometraje, llegando incluso a rozar los límites de lo moral, pero al mismo tiempo genera una cierta desconexión entre los diferentes fragmentos, que provoca una pérdida del ritmo tan necesario en propuestas como estas. Y es que del ridículo sexo en la lúgubre habitación del hotel pasamos sin intermediación al violento rapto y agresión sexual a una mujer en mitad del desierto almeriense, más tarde a una meditación sobre la vida y la muerte en el porche de una vieja cabaña entre un extravagante hombre y su anciano perro de caza y, finalmente y con el objetivo de cuadrar el círculo, al sótano de una residencia familiar donde un niño se atreve a jugar a un azaroso videojuego que parece controlar las vidas de todos aquellos que han desfilado por la pantalla durante la hora previa de metraje. El vanguardismo de la propuesta del cineasta meirense, y precisamente su valentía por firmar una película hablada en gallego, merece el reconocimiento de una industria que cada vez va necesitando nuevas voces que aporten carne fresca a lo ya conocido por todos.