«El rostro es el espejo del alma, y los ojos, sus delatores.»
Cicerón
La mirada sin complejos que sostiene Erin, frontal, fría, casi desafiante podría decirse, establece un certero contraste con la forma en que modula su expresión y la ruptura interior que parece desprenderse de un personaje cuyo rostro no evidencia únicamente el paso del tiempo y el desgaste que este induce en el individuo, también una quiebra no manifestada en la seguridad con que dirige sus acciones, sino en una soledad que parece buscada, autoimpuesta, por más que sostenga un último viso de esperanza, de cambio para no repetir los errores propios, en la relación que mantiene, de forma esporádica, con su única hija.
Karyn Kusama continúa indagando en las entrañas de un cine de género que se muestra en sus manos tan dúctil como capaz de aprehender sus escenarios y trasladarlos como parte de una composición que, por más que lo pueda parecer, no arrastra la figura de una magnífica actriz que sigue mostrando señas de recuperación tras un talento ante el que no cabía atisbo de duda pero se antojaba apagado. Así, y si bien es cierto que en Destroyer vemos con un trabajo cuya carga queda depositada sobre los hombros de un personaje al que la autora de La invitación sigue sin cuartel, nos encontramos por otro lado con una obra de personalidad arrolladora: en la suciedad e incluso sordidez que se deduce de su relato —tanto desde los distintos escenarios a los que nos lleva Kusama, como desde la mirada que propone a partir de los distintos personajes que la protagonista va encontrando en su camino—; en la forma de manejar su dispositivo narrativo —que no queda, ni mucho menos, supeditado a la posible intriga que se pueda sustraer de del trayecto emprendido por Erin— y en las secuencias de acción, capaces de destilar un enérgico pulso desde el que introducirnos con rapidez en la situación.
Destroyer parte, pues, de un ya clásico pretexto argumental —en este caso, en forma de cuerpo sin vida arrojado en mitad de una calle— en el que deslizar una suerte de enigma a través del que propiciar las claves de un suspense argumental que no será tal: la investigación, que cobra rápidamente tintes de neo-noir, nos llevará tanto de los espacios de un presente que ya parecía olvidado, a los confines de un pasado que está marcado a fuego y, por ende, contiene algo más que las claves necesarias para comprender la deriva y destino de la protagonista. En ese periplo se antoja esencial la perspectiva de una cineasta cuya habilidad para desplazarnos entre un contexto más personal e íntimo y ese trayecto embebido por una suciedad que va más allá de lo palpable, de lo visible, y se aloja en una moral ya no cuestionable, sino directamente enterrada entre los restos del universo material al que pertenecen algunos de los sujetos que lo frecuentan.
Ante la exposición realizada por Kusama, no cabría error más grande que centralizar las virtudes —e incluso la línea discursiva— del film ante el prodigio de una actriz superlativa, que contiene en una sola mirada los matices necesarios para llegar al fondo de su personaje, y ejecutar una operación a corazón abierto desde la que desvelar sus cicatrices, sus heridas; y es que pese a algún evitable desliz —esos planos finales un tanto recargados y estridentes a nivel visual, por más que posean cierto significado—, Destroyer logra un equilibrio perfecto entre su raigambre genérica y una crónica que bordea lo íntimo con sutileza, y que consigue trasladar en diálogos y una visión en cierto punto hasta melancólica, toda la amalgama de sensaciones recogidas por Erin hasta un estallido y revelación (que en realidad no es tal) finales que logra establecer una concomitancia desde la cual asimilar el pasado y sus consecuencias como la posibilidad de afrontar el futuro desde una óptica reflejada en un beso entre lágrimas que pocas veces tuvo tanto sentido.
Larga vida a la nueva carne.