Vivimos tiempos turbios en lo que se refiere al negocio del taxi. La aparición de plataformas como Uber y Cabify, a priori más baratas y accesibles que el tradicional sistema de licencias, nos lleva al ya histórico y siempre complicado dilema de hasta qué punto debe llegar la libertad empresarial. En este sentido, la continua evolución de las redes proporciona cada vez más posibilidades de compartir coche entre particulares sin necesidad de intermediarios y, nuevamente, gozando de precios más asequibles. Así, el clásico oficio del taxista, cuyo gremio defiende las reivindicaciones del sector a través del término “profesionalidad”, parece que va poco a poco transformándose en un espectro diferente del que durante décadas nos ha reflejado el cine mediante obras como, por ejemplo, la excepcional Noche en la Tierra de Jim Jarmusch.
Precisamente a través del mundo del taxi se articula Destinos (Posoki), película búlgara dirigida por Stephan Komandarev. Inspirada en hechos reales vividos por taxistas, tal y como asegura el propio director, el film narra varias historias que parten de un trágico suceso: el homicidio de un banquero por parte de un taxista. A partir de ahí, en las radios de los diferentes vehículos se escucharán extensos debates acerca de los motivos que pudieron impulsar al conductor a cometer semejante acto. Lejos de afirmarse como un simple ‹macguffin› dentro del film, este hecho supone la perfecta síntesis de aquello que nos quiere contar Komandarev a lo largo de los 103 minutos de metraje.
Porque, como vemos en Destinos, la mayoría de los taxistas no son realmente taxistas por voluntad propia sino que han acudido a este oficio para paliar ciertas desventuras acaecidas en su profesión anterior; «para pagar facturas» como asegura el primer conductor que vemos en pantalla. Esta circunstancia enlaza con el espíritu general de la obra, que es el de realizar un repaso por ciertas preocupaciones que conciernen a la Bulgaria actual. Por encima de todo, se resalta que la pobreza y la criminalidad no son sino la consecuencia de algo que se gesta muy por encima de la gente de a pie, concretamente en esas capas de poder político-empresarial que bien conocemos por la Europa occidental, pero que allá en el este alcanzan cotas incluso más altas.
Borrachos, mentirosos, listillos, maleantes, neofascistas… Toda la peor calaña que uno se pueda imaginar desfila por el asiento trasero de los varios taxis que aparecen en Destinos. Con ello nos hacemos una idea de la clase de gente que a diario tienen que soportar los conductores. ¿Cómo reaccionaría uno si de repente el cliente le intenta estafar? ¿Y si se da cuenta de que está transportando a un tipo que desgraciadamente conoció en otra época? Komandarev plantea a la perfección estas secuencias otorgándoles, asimismo, una resolución bastante creíble y precisa, puesto que opta por no alargarlas en exceso. Ello nos da la posibilidad de ver varios perfiles de taxista, todos bajo el paraguas de la continua precariedad que acecha tanto a su trabajo como, especialmente, al conjunto de la sociedad búlgara, cuestión que queda reflejada en ese tipo de clientes que comentábamos al inicio de este párrafo.
Gracias a esta agilidad narrativa, al hecho de saber transmitir un problema global desde una óptica tan reducida y a la intensidad que cobran sus diálogos y escenas pese a no recurrir a una excesiva motivación estilística (tampoco es que los planos en el interior del vehículo den pie a tirar de imaginación, más allá de recursos como ese plano-secuencia inicial), Destinos toma la forma de una ‹road movie› de grácil visionado, que nos guía y nos enseña, de una manera notable, el paisaje social que se puede ver en Bulgaria durante esta época.