El arranque de Desierto particular, tercer largometraje del brasileño Aly Muritiba tras destacar con piezas como Para minha amada morta o Ferrugem (con la que compitió en la sección World Cinema de Sundance), arroja (casi sin quererlo, en algún caso) temáticas tan urgentes como la forma de interrelacionarse a distancia o cómo esos procesos atribuyen la seguridad necesaria como para poder tomar según qué postura en determinadas situaciones o hasta vertebrar un simulacro que proteja ciertas particularidades cuya tolerancia en determinadas sociedades es casi nula. Es precisamente esa nimia aceptación, trasladada al contexto concreto de un pequeño pueblo de Brasil, la que se transforma de forma involuntaria (o quizá no tanto) en uno de los rasgos centrales de Desierto particular, cuestionando y constriñendo no solo la voluntad, también la personalidad de uno de sus personajes centrales. Es así como Muritiba define una sociedad encerrada en sí misma, incapaz de tolerar ciertas inclinaciones, todo arrastrado por unos valores cada vez más presentes en el día a día del individuo, ya sea a través de ciertas instituciones o incluso desde una vertiente política que parece haber experimentado un notorio retroceso en algunos aspectos durante los últimos tiempos.
Todo ello se extrae, sin que Muritiba lo exponga explícitamente, de algunos pespuntes que el cineasta aporta a su obra, siendo quizá estos aspectos secundarios, puesto que al fin y al cabo sobre aquello que versa Desierto particular es acerca de la libertad para experimentar y entender el amor como algo global y no coaccionado por unas pautas que deberían ser más bien fruto del pasado. Así, resulta destacable la capacidad del film para dialogar en torno a distintas temáticas que rodean el asunto central, otorgando más amplitud y, en consecuencia, riqueza al subtexto expuesto por el de Bahía.
A ello contribuye la escritura de unos personajes que el cineasta delinea a la perfección, exponiendo su situación, inquietudes y debilidades desde los que incurrir en la evolución de un arco dramático que complementa y matiza las bifurcaciones que irá tomando el relato. Las dudas y desazón que arroja la posición de los dos protagonistas, no solo otorga las motivaciones necesarias para que se muevan en una u otra dirección, ofrece además una humanidad de la que se deduce su carácter poliédrico, haciendo comprensibles decisiones desde las que poner sobre el tapete ese trascendente contexto en el que se desarrolla la historia.
Las tonalidades que añade cada atributo —en ese sentido, resulta muy interesante cómo Muritiba retrata los cuerpos y cómo esos dos personajes se expresan a través de ellos— dotan no sólo de identidad, también de un tacto que el cineasta refuerza en cada decisión, sabiendo no únicamente resolver ciertos visos del relato, además refrendar desde algunas secuencias ese proceso que irán experimentando ambos. La aridez de esa fotografía que se contagia de los parajes donde se desarrolla la película, alimenta por otro lado una narración que por momentos se torna densa y áspera, pero no se detiene en ese pesado e incluso farragoso periplo emprendido por Daniel, uno de los dos protagonistas, logrando comprender en su exposición los pasajes que verdaderamente dotan de un significado muy concreto a Desierto particular.
Con esas señas, Aly Muritiba traza una propuesta que sirve tanto a modo de vindicación como de objeto de denuncia, pero ante todo recoge la calidez y emoción que preñan esa crónica cuando es menester, y que son capaces de llenar la pantalla con una intensidad que no muestra sino el irreprimible deseo de dos personajes: el que dejó de negar su esencia, y el que dolorosamente se escondió en el anonimato para poder manifestarla en el que es, quizá, un testimonio tan certero como desgarrador.
Larga vida a la nueva carne.