En el episodio And when the sky was opened, incluido en la primera temporada de La dimensión desconocida, Rod Serling planteó una parábola terrorífica sobre el miedo a desaparecer (y, por ende, al olvido), enfrentando a sus protagonistas a su progresiva e inexplicable desintegración física tras haber entrado en contacto con una entidad sobrenatural. Josecho de Linares, en su debut en el largometraje tras participar en el proyecto colectivo Puzzled Love, recupera estos temores se diría que ancestrales y los asocia a una generación en crisis anímica y moral, la de aquellos que han entrado en la treintena con más dudas que certezas, testigos todos ellos del naufragio de sus sueños de juventud y de la dificultad que supone compaginar las muchas expectativas que hemos ido atesorando durante la infancia-adolescencia con la complicada realidad que nos ha tocado afrontar una vez alcanzada la adultez. La anécdota fantástica, un elemento apenas residual en el discurrir del relato, condensa sin embargo ese estado de pánico y estupor existencial que mantiene anestesiado a su protagonista, interpretado por el propio director, y funciona asimismo como elemento cohesionador de un retrato generacional marcado fundamentalmente por el desencanto.
Josecho de Linares dota a todos los personajes de una gran entidad y expone sus circunstancias vitales con la seguridad del que sabe perfectamente de lo que está hablando, algo que apreciará sin dificultad su público potencial, con toda seguridad identificado con muchos de los temas que la película aborda: el choque intergeneracional, la incertidumbre profesional en un contexto socioeconómico marcado por la precariedad, la inestabilidad sentimental, etc. Construida sobre un costumbrismo de una levedad estética que puede remitir al cine de Cesc Gay, el alto grado de realismo y frescura que transmiten sus imágenes y diálogos (reforzado todo ello por un reparto en estado de gracia) es clave para que sus ideas lleguen al espectador manteniendo intacto un poso de verdad del que, sin duda, también es responsable el sustrato autobiográfico que recorre todo el proyecto. Sólo cierto engolamiento estético puntual, habitual también en otras producciones de la ESCAC, resta puntos a un trabajo formalmente muy cuidado y conceptualmente más complejo e incluso juguetón de lo esperado (la deriva metaficcional de su desenlace resulta estimulante, por inesperada).
Desaparecer expresa, pues, la desesperación y ansiedad de muchos jóvenes de la España actual, atascados entre la dificultad que implica perseguir aquello que te hace feliz (a veces con el necesario peaje de viajar al extranjero para lograrlo) e intentar hacer lo que se espera de nosotros, con el consiguiente jarro de agua fría cuando tal cosa se revela inviable o, sencillamente, nos causa frustración y malestar. Sin embargo, su registro agridulce también permite captar aquellos momentos de amistad y camaradería, de fiestas, charlas, encuentros y desencuentros, amores y pasiones fugaces… Situaciones que, a la postre, sólo consiguen remarcar las heridas que va dejando el paso del tiempo, leit motiv de la película que obsesiona a su protagonista: la incapacidad de encontrarle un sentido al presente le empuja a buscar un refugio en el pasado. No sé hasta qué punto es veraz o impostada esa sensación de nostalgia salvaje habiendo cumplido apenas los treinta, pero sí parece comprensible que la mente viaje a tiempos en los que todo parecía sencillo y radiante cuando se está atravesando justo lo contrario.
Al igual que en parte de la obra de Naomi Kawase, vídeos presuntamente reales del pasado del protagonista/director puntean el metraje (acompañados de una voz en off que filosofa, de forma algo básica o elemental, sobre el tiempo, el hecho de crecer y la huella que dejamos, o no, a nuestro paso), enfrentando lo que fuimos antes y lo que somos, es decir, registrando cómo todo cambia y cómo rara vez lo hace del modo en que nos gustaría. Quizás por este motivo la idea de desaparecer, más que reflejar un temor remoto, parece expresar un deseo inconsciente producto de nuestro miedo a abordar un presente que nos supera. Se lee en la ficha informativa de la película que su director, justo después de acabar la cinta, dejó el cine para embarcarse en un velero a viajar y ver mundo. Sirva esto, si se quiere, para expresar la carga de honestidad que recorre este singular trabajo, precisamente por ello tan habilidoso (si bien no excesivamente original) a la hora de ilustrar los miedos e ilusiones de tantos jóvenes que, como servidor, hemos llegado a la treintena sintiéndonos más perdidos (y seguramente menos realizados) de lo que hubiéramos imaginado hace diez o quince años.