Todo el mundo conoce a Denys Arcand por su particular visión de la decadencia. Con un desarrollado instinto de voyeurismo, el director marcó sus raíces en Canadá para una competición de fondo contra el papel USA. Y los americanos, contrarios a cualquier expectativa, se convirtieron en fans de su labor. Todo comenzó a mediados de los 80, obviamente no con su primera película, pero ya marcó una de sus principales ambiciones que se ha terminado por formar una saga.
El declive del imperio americano, Las invasiones bárbaras, La edad de la ignorancia y su último activista relato generacional La caída del imperio americano, ha creado escuela propia con un modo animado y personalista de reivindicar y a la vez criticar sociedades aburguesadas en distintos puntos de la historia reciente.
Si bien Las invasiones bárbaras se ha convertido en la película más conocida de la saga (llegó a ganar un Oscar a mejor película de habla no inglesa que no consiguió por muy poco su antecesora), el punto de partida de Arcand es su relato más ambicioso, quizá por tratar algo tan básico y manido como la batalla de sexos —sin más armas que afiladas lenguas—.
Francoparlantes agrupados, ya desde sus planos iniciales Arcand deja claro su interés por el cine francés anclado en la ‹Nouvelle vague›, y de la importancia de separar por género a los interlocutores para «sincerar» su discurso. Así mete a cuatro hombres en una cocina y a cuatro mujeres en un gimnasio para hablar del sexo opuesto y la sexualidad propia. A partir de estos paradójicos escenarios, ya que si nos basamos en los prácticos tópicos siempre se espera a una mujer cocinando y a un hombre esculpiendo su cuerpo, surge por las bocas de ambos grupos separados una consecución de rancios conocimientos sobre el sexo opuesto. Se tratan los conocidos tabús sobre la infidelidad del hombre y el desencanto de la mujer que espera, mientras se refuerza la clave de la perfecta relación duradera: la mentira.
Escuchado al pie de la letra, el mensaje da a estas alturas del siglo XXI para querer arrancarse apéndices con la intención de perder vista, oído e incluso olfato; pero rebuscando en el tono, encuentras que Arcand utiliza un grupo aburguesado autodenominado intelectual (todos profesores de universidad especializados en la condición humana) para criticar con finura precisamente esas apreciaciones tan obsoletas. Apostillando lo que propone cada personaje, ya sea hombre o mujer, con un específico estilo en pantalla —planificar cómicos flashbacks, elevadas conversaciones descontextualizadas o el siempre agraciado «gustarse a uno mismo» rodando planos elaborados que vistan la acción—, Arcand va generando un reflejo irónico de las relaciones interpersonales y el distinto modo en que se comprenden según lo que se encuentre entre las piernas de cada uno —ante la duda que pueda generar este comentario, basta con tomar como referencia el póster que acompañó a la película—.
El declive del imperio americano está repleta de carisma, donde además de apoyarse en un verborreico sentido del sexo, que incluso utiliza la figura de Woody Allen como referencia directa, se atreve a convertirlo en algo físico, con una imagen totalmente feísta y sobrecargada gracias al status que el diálogo propone. Ese extremo compromiso con los tópicos arcaicos toma un nuevo rumbo (fortalecido por el reproche) cuando ambos grupúsculos se reúnen frente al salmón atruchado en una misma mesa. Es ahí donde nace el verdadero choque, donde la mujer admite que como madre y con el paso de los años no encuentra su lugar para adquirir el rango que otorgan al resto de hombres, cuando el hombre admite haber encontrado el amor en una conversación filosófica durante un masaje de final feliz, cuando los dos personajes más jóvenes toman su lugar, hasta ahora secundario y escéptico ante lo que escuchaban, para dar paso a una nueva visión. Años más tarde estos mismo personajes se enfrentarían a nuevos retos en la ya citada Los años bárbaros, con un mensaje más acomodado al espectador de la época, y por tanto contenida.
Arcand, las filias y las fobias convierten a El declive del imperio americano en un extraño objeto del deseo, que atrae y repele por partes iguales, pero que se mantiene a la altura de las circunstancias con inteligencia, sin sobrecargar las tintas de su discurso homogéneo a partir de unas personalidades tan predecibles como diferenciadas entre sí. No solo es una cuestión de sexo, muchos otros temas ahondan ese hastío que genera la vida, lo que claramente devino en una saga completa donde profundizar sobre el género humano más allá de la importancia de sentirse hombre o mujer, algo que diría mucho del propio Denys Arcand y su cine.