Los matrimonios concertados y la resolución de problemas personales de forma grupal. Las decisiones relativas al futuro laboral y cotidiano de personas ajenas. La puesta en escena de conflictos familiares que aspiran a ser solventados mediante acuerdos matrimoniales. La dificultad de moverse sin dar un paso en falso que repercuta directamente en la frágil estabilidad de un pequeño ecosistema étnico. La intranquilidad de saberse observado en todo momento. Demasiado cerca. Kantemir Balagov nos habla, entre muchas otras cosas, de cómo es vivir en un entorno que parece, más que un hogar, un espacio impregnado de gasolina con una vela en el centro, sujeta a un delgado palo de madera que se tambalea violentamente a cada movimiento. De ahí el tan cuidado seguimiento de los personajes: observamos sus actos tan de cerca que casi parece que en cualquier momento van a girarse para pedirnos educadamente que dejemos de soplar en sus nucas.
La convivencia entre tribus (término que ellos mismos emplean para auto-denominarse) enfrentadas entre sí es otra de las muchas cosas de las que nos quiere hablar el director. Y es en este punto en donde se da una feliz coincidencia: por una parte, tenemos una más que consciente voluntad de denuncia, es decir, la intención de retratar de forma crítica una situación que precisa ayuda; por otra, tenemos la mano de un director cuyo estilo está claramente alejado de los cánones narrativos hollywoodienses. Alejado, por lo tanto, de lo estándar, de esta homogeneización (presuntamente) universal que el público identifica, en mayor o menor medida, como una puesta en escena agradable y digerible. Una ausencia que encaja maravillosamente con la condición de retrato que (casi podría decirse) define Demasiado cerca. Pues se trata, en definitiva, de una puesta en escena que refuerza de forma involuntaria la plasmación de una realidad, ya que despoja al producto de todo parecido a cualquier otra película y también de cualquier rasgo mediante el cual el público pueda perder de vista u olvidar la situación geográfica.
Esta coincidencia facilita que Kantemir Balagov describa de forma creíble una realidad en donde la muerte se filtra con una sutileza alarmante. Algo muy semejante a una guerra fría entre colectivos (étnicos, raciales, religiosos… ¿acaso importa?) que tan pronto parece haberse evaporado como de repente se materializa en un secuestro. Y de hecho, se trata de un retrato tan bien expuesto que la tarea del director casi acaba pareciendo un trabajo sencillo. Esta naturalidad, tan alejada del cine “convencional” (si es que realmente existe tal cosa), permite a Balagov dejar constancia de su posicionamiento respecto a los hechos (no cabe duda de quién es la víctima principal) sin por ello descuidar las razones (algunas comprensibles, otras no) de cada uno de sus personajes. Es por ello que la película presenta un acabado tan serio, tan compacto. Puede que no se trate de una producción de gran envergadura, pero sin duda se trata de un trabajo sin fisuras que cumple exactamente con lo que se propone.