Dede abre su relato en torno a los vestigios de un conflicto armado. Mariam Khatchvani se apoya en las figuras de un grupo de hombres que vuelven a su hogar después de dejar atrás la guerra, reuniéndose de nuevo con sus familias y seres más queridos. No obstante, el peso de esos enfrentamientos bélicos no repercute directamente en la vida que retomarán esos personajes. La cineasta georgiana oculta premeditadamente esas cicatrices de guerra, huyendo de la conclusión de un conflicto que en este caso sólo es empleado para otorgar un contexto exacto al marco en el que se desarrollará Dede. Un contexto que, no obstante, se antoja del todo necesario para los cimientos del relato en que nos introduce el film, pues pronto nos encontraremos ante una sociedad regida por la tradición más ancestral: desde la puramente abstracta, en la cual el concepto de justicia se diluye al valorar las acciones de un personaje en torno a un juramento, hasta la más primaria, la del ya conocido matrimonio concertado en el cual el marido escoge a su mujer, sea cual sea la opinión de esta.
Es ahí donde se establece el punto de partida de Dede, cuando David, el prometido de Dina, vuelva de la guerra, pero ella decida finalmente declararse a Gegi, un amigo de su prometido cuya reacción establecerá rápidamente las connotaciones de una sociedad que se encuentra aferrada a los códigos de esa tradición. Lejos de alimentar el posible triángulo mediante una historia de amor furtivo, Khatchvani establece bien pronto las directrices de un film donde el conflicto es tratado en todo momento de forma directa y concisa a través de los gestos y acciones de sus personajes. Así, la confesión de Dina a David sobre su amor por Gegi y la relación que sostiene con su prometido no se hará esperar, y funcionará a su vez como eje de un universo en el que todo es resuelto de forma clara. La relación entre Dina y su familia, cuyo mayor deseo es que ella siga las ordenanzas de la tradición que rige ese pueblo, se desentrañará con absoluta franqueza desde el momento en que conozcan la decisión de la protagonista. La direccionalidad de sus diálogos, breves pero precisos, establecen así una forma de comunicación que rige la comunidad y en la que la cineasta encuentra el termómetro idóneo para desarrollar el esqueleto central de la cinta.
Khatchvani opta en ese marco por la búsqueda de una naturalidad que se palpa tanto en lo interpretativo —captado a partir de la autenticidad de un elenco no profesional donde sólo destaca el nombre del actor George Babluani— como en la realización que provee la georgiana, acercándonos a esos pequeños pueblos en un estilo que se debate entre el documental y la ficción de tintes más sociales —con esa cámara en mano empleada en ocasiones, o en la sencillez de una fotografía que en ningún momento se eleva formalmente por encima de los sentimientos de sus personajes—. La sensibilidad mostrada en Dede resulta, en ese sentido, esencial en tanto la cineasta huye de todo tipo de artificio: ni se empeña en dotar de giros de guión retóricos con el fin de conferir mayor gravedad a la crónica, ni se pronuncia en una violencia —relacionada casi siempre con la muerte— que aparece de repente y casi siempre fuera de campo. La ópera prima de Khatchvani se traduce como una de esas películas cuyo lenguaje termina por resultar tan sincero como estimulante, y donde la libertad individual se convierte en el privilegio que no debería ser, y el papel de la mujer cobra relevancia en un rol —el interpretado por Natia Vibliani— que es, ante todo, vindicativo, y sirve tanto como metáfora para hablar de esas libertades en un país donde no parecen estar lo establecidas que deberían, como a modo de rebelión ante una situación (la femenina) que continúa en su alzamiento, y encuentra en Dede uno de esos testimonios indispensables.
Larga vida a la nueva carne.